De espaldas a la avenida de la Meridiana, sobre un pequeño promontorio de césped en el parque de Can Dragó, dos aurigas, un hombre y una mujer, arrean los caballos de sus bigas quién sabe hacia dónde. Este conjunto monumental en bronce es una réplica de la escultura Aurigas Olímpicos, de Pablo Gargallo. Fue uno de los dos encargos –el otro era un conjunto escultórico de dos atletas a caballo--, que recibió el escultor aragonés en 1928 para presidir el Estadio Olímpico de Montjuïc, inaugurado un año después con motivo de la Exposición Internacional de Barcelona.
En el Imperio romano, los aurigas eran los esclavos que conducían los vehículos tirados por caballos utilizados principalmente por los comandantes militares. En la época las carreras de carros se pusieron tan de moda, que los aurigas se convirtieron en auténticos ídolos del pueblo. Pues bien, a principios del siglo XX, en pleno Noucentisme, los artistas recuperaron esta figura del pasado clásico.
COPIA EN BRONCE
Los aurigas de Gargallo decoraron la puerta de Mataró del Estadi de Montjuïc, aunque se instalaron dos meses más tarde de la inauguración de la Exposición Universal. Allí quedaron con la esperanza de que la ciudad acogiera en 1936, unos JJOO que el inicio de la guerra truncó. A partir de los años 60, el estadio cayó en desuso hasta quedar prácticamente en ruinas, y los aurigas de Gargallo se deterioraron: la piedra artificial con la que se habían construido se degradó totalmente.
Con los preparativos de los JJOO de 1992 se recuperó el estadio. Se hicieron unos moldes de tiza de los aurigas y, en 1989, una copia en fibra de vidrio coronó de nuevo el estadio. Ese mismo año, se encargó a Marta Polo, la escultora que la había restaurado, otra copia en bronce de la pieza que se colocó el 13 de mayo de 1991 en el complejo deportivo de Can Dragó. El arquitecto municipal Enric Pericàs diseñó la colina en la que los aurigas quedaron integrados.
GRAN REALISMO SIN MUCHOS DETALLES
Los dos aurigas están compitiendo. Lo más curioso es que no aparezcan riendas ni látigos en sus manos, quizá por ese espíritu Noucentista que sostiene que los ornamentos restan ligereza al conjunto. Gargallo consiguió gran realismo y movimiento sin entrar en pequeños detalles. El artista se encontraba entonces en un momento de investigación con diversos materiales y conceptos, pero siempre con la figura humana como eje central.
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