Los cabezones de Plensa
El discurso místico de Plensa resulta indigesto porque, entre otros motivos, tiene un ojo permanentemente puesto en la taquilla
25 abril, 2023 00:00Noticias relacionadas
Tenía que suceder. Sabía que, tarde o temprano, la cosa acabaría afectándome. Y así fue. Hace unas noches soñé que Ada Colau me había pacificado la calle Mallorca y, tras expulsar a los coches y demás inventos móviles del Maligno, me había plantificado, justo delante del edificio en el que vivo, una estatua de Jaume Plensa (Barcelona, 1955). Concretamente, un enorme cabezón muy parecido al que ahora puede verse ante la Pedrera como anuncio exterior de la exposición consagrada al artista que puede verse en el interior; o sea, el inmenso rostro de una mujer joven y con los ojos cerrados, para sugerir la habitual insinuación del silencio y de una envidiable paz interior. De esa manera, cada mañana, al asomarme al balcón, lo primero que veía era el cabezón de Plensa, solo para mis ojos, que diría James Bond.
Hace unos días, viendo la serie de televisión Rabbit hole, protagonizada por Kiefer Sutherland, el inolvidable agente contra terrorista Jack Bauer de 24, me topé con un cabezón de Plensa en una calle de Nueva York. Hace algo más de tiempo, aparecía otro cabezón en una serie británica cuyo título he olvidado, aunque recuerdo que se trataba de una adaptación de una novela de Harlan Coben. Estoy llegando a la conclusión de que el sector audiovisual ha encontrado en los cabezones de Plensa un estupendo elemento decorativo, cosa que no sé si debería llenar de orgullo al artista o preocuparle. La verdad es que esos cabezones, realmente, son muy decorativos y resultones. Es más, el primero que vi (hace más de diez años, en el Washington Square Park de Manhattan) me causó una grata impresión. El problema es un poco el mismo que el de Mondrian o el de Roy Lichtenstein (una vez has visto doscientos amasijos de cuadritos multicolores del primero o la enésima viñeta de cómic ampliada del segundo, empiezas a estar hasta las narices de la repetición eterna de la jugada, en principio brillante), que la insistencia en el mismo tema acaba por cansar y volverse en contra de su responsable. Yo, ahora, me cruzo con un cabezón de Plensa y me entran ganas de salir corriendo.
INTERÉS ECONÓMICO
También me revienta ligeramente, todo hay que decirlo, la manera en que el hombre vende sus monótonas creaciones. En la línea del difunto Antoni Tàpies, Plensa viste de negro, puede ser confundido con un cura seglar y se gasta un discurso místico a lo Paulo Coelho que me resulta un pelín indigesto (entre otros motivos, porque sé que, al igual que Tàpies, tiene un ojo permanentemente puesto en la taquilla, y si no él, lo tendrá su esposa o algún asesor de los que nunca faltan cuando hay dinero de por medio). Ese discurso, cargado de espiritualidad new age, lo larga nuestro hombre en cualquier ocasión, como cuando en el Liceu le encargaron el diseño de una verja. El objetivo de la verja era, evidentemente, impedir el acceso a la entrada del teatro de putas, yonquis, borrachos y demás gentuza capaz de orinarse o vomitar donde no debía, pero Plensa la vendía como una contribución espiritual a su ciudad natal (que le concedió el premio Ciudad de Barcelona en el 2015, tras haberse hecho previamente con el Nacional de Artes Plásticas en 2012 y el Velázquez en 2013). ¿Tan difícil era reconocer que le habían pagado muy bien por otorgarle cierto glamour a una barrera para indeseables?
Jaume Plensa no siempre fue un imitador permanente de sí mismo (comercialmente hace muy bien, ya que el artista que evoluciona constantemente suele acabar alienándose al público, a los coleccionistas y a la crítica, que no saben cómo interpretar sus constantes cambios creativos). En el lejano 2004 diseñó un proyecto que me sigue pareciendo muy brillante, el de la Fuente Crown de Chicago que llevaron a cabo los arquitectos Krueck & Sexton y que consistía en una lámina de agua entre dos edificios sobre cuyas fachadas flotaban unas imágenes en movimiento que recordaban un poco a los célebres anuncios luminosos de la película Blade runner. Pero ese Plensa hace años que ya no existe. Ahora, solo pueden esperarse de él los cabezones y esas esculturas antropomórficas de aluminio que a veces llevan unos colorines que van cambiando de color (ambas cosas pudieron verse en su última intervención escenográfica en una ópera del Liceu, creo que Macbeth). El visionario de Chicago se ha convertido en un creador de elementos decorativos desperdigados por ciudades de todo el mundo y diversas series de televisión. Sin duda alguna, la repetición es la mejor manera de que quienes te financian se queden convencidos de que han pagado un genuino Plensa, pero los resultados pueden acabar acosando a los ciudadanos más sensibles, afectando negativamente a la calidad de sus sueños, como pude comprobar yo mismo hace unas pocas noches.