Dido y Eneas en el Liceu. Repetir los mismos mensajes llega a saturar al receptor, pero es inevitable comenzar esta crónica diciendo que, una vez más, el espectáculo programado en el abono del Liceu no está a la altura de nuestro teatro y, además, su precio es simple y llanamente una tomadura de pelo. La entrada más cara supera los 200 euros, pero en los Teatros del Canal, en Madrid, la entrada más cara para el mismo espectáculo costó 35 euros. Supongo que espectáculos como el presente ayudan a cuadrar las cuentas a costa de los sufridos espectadores. Esta ópera se estrenó en el Liceu en 1956 y tuvo tres representaciones. Casi 60 años después se vuelve a representar, ahora con un ballet superpuesto. Igual tanto tiempo sin representarse se debe a algo.
Nadie duda de la calidad artística de Blanca Li ni de la orquesta de cámara Les Arts Florissants, pero su representación no tiene sentido en el Liceu. Tenemos el Palau, el Auditori, el Auditori de Sant Cugat y una decena de equipamientos de nivel en los que se puede representar un espectáculo de pequeño formato como este Dido y Eneas. Ni se trata de una ópera ni de un ballet propio de un teatro como el Liceu. Solo hay que ver la web de Blanca Li para entender en qué tipo de teatros actúa. No es que no pise, ni pisará, el ROH o el Met, es que ni se plantea ir a la Fenice o, ya puestos, ni al Real. Todo espectáculo que se programe en el Liceu tiene que llenar el foso de músicos y si es posible dar entrada al coro, pues para eso están en nómina y se trata del único equipamiento en Barcelona que puede acoger grandes espectáculos. No tiene sentido programar música de cámara en el Liceu, al menos no en el programa anual.
Hecha la necesaria enmienda a la totalidad, no al espectáculo sino a los genios responsables de la programación del Liceu, el espectáculo está bien, aunque tiene algunas carencias.
La escenografía es sobria, pero sobre todo oscura, demasiado, especialmente porque bailarines, músicos y cantantes van vestidos de negro y prácticamente no se les distingue de un fondo que durante un buen rato también es muy oscuro. Como la ópera de Purcell es muy breve se inicia el espectáculo con una música que, aunque coetánea y agradable, no pinta nada con Dido y Eneas. Y, sobre todo, no se sabe si estamos ante una ópera a la que se le superpone un ballet o frente unos bailarines que danzan al son de una música en directo.
La calidad musical es, a pesar de que a quien se publicita es a la coreógrafa, muy superior a la del ballet. Les Arts Florissants son especialistas en música barroca y se nota. Tocan y cantan de manera más que solvente y los tres protagonistas, maniatados sin venir a cuento a un incómodo pedestal, representan su papel a la perfección a pesar de la incomodidad de la postura a la que se les somete. Sin duda músicos y cantantes son lo más relevante de la representación.
El ballet no logra ser protagonista, sino que lo es una superficie deslizante por la que los bailarines se lanzan una y otra vez. Tampoco se entiende por qué en un momento concreto las bailarinas deciden hacer top less, ni por qué luego vuelven a ponerse un bañador negro. Casi todo es accesorio y sin justificación. Lo peor es que lo que debería ser el centro del espectáculo se convierte en algo casi prescindible.
Hubo un tiempo que en el Liceu se programaba el Corsario o Don Quijote, en el que veíamos a Angel Corella, Julio Bocca o Ulyana Lopatkina. Ahora nos traen un ballet en el que no sabemos si quiera si estamos viendo un ballet. Lo malo no es este espectáculo, es que es uno más de una larga lista sin sentido. Y la programación del año que viene no promete ser mucho mejor. Si el objetivo de los gestores es cerrar, mejor que nos lo digan. Bilbao o Valencia tienen programaciones muy cortas y tan mal no les va. Lo malo es que estamos en su liga y no queremos reconocerlo.