Las ciudades evolucionan, para bien o para mal. Locales, tugurios o garitos que fueron fundamentales para una generación no significan a menudo nada para la siguiente: su desaparición es llorada por unos e ignorada por otros (yo aún no me he recuperado del traslado de mi Zeleste de la calle Platería al Poble Nou, ¡y mira que han pasado años!). En un subsector aparte están los sitios que ni desaparecen ni siguen siendo exactamente lo que fueron. Es el caso, actualmente, del mítico Sidecar de la Plaza Real, que, tras 41 años de actividad musical ininterrumpida, cambia de propietario (se quedan con él los dueños de la coctelería Sauvage) y, aunque se dice que las cosas seguirán igual, hay gente que no se lo acaba de creer. Tal vez porque se desvincula del asunto su fundador, el argentino Roberto Tierz (Córdoba, 1958), un hijo de exiliados que aterrizó en Barcelona en 1970 y se metió ipso facto en cuestiones musicales. Aunque llegó a tocar con Los Rebeldes en la primera época del grupo, el señor Tierz derivó rápidamente hacia la logística del pop, hacia la organización de conciertos en un local en el que una clientela fiel pudiera sentirse a gusto cada noche en una Plaza Real aún no gentrificada y con un aura canalla que se ha ido desvaneciendo con el tiempo (aunque creo que, si te lo propones, todavía puedes llevarte algún navajazo: yo llevo décadas sin frecuentarla, pero había sido un escenario habitual de mi juventud: nunca olvidaré una mañana de domingo, tras una noche en blanco, en la que, sentado a la mesa de un bar, pude oír saliendo de un apartamento la voz robótica del cantante de Kraftwerk diciendo aquello tan siniestro de Even the greatest stars dislike themselves in the looking glass (Ni las mayores estrellas se gustan frente al espejo). Inquietante, ¿eh? Sobre todo en los estertores de una tajada descomunal).
Roberto Tierz fundó el Sidecar en 1982, y el local (que había sido una barra americana, o sea, un tugurio de dudosa reputación) se ha tirado más de cuarenta años ofreciendo conciertos nacionales y extranjeros más que dignos y, a veces, de campanillas (por ahí pasaron, entre otras luminarias, Nick Lowe, los New York Dolls reformados, The National o Pete Doherty cuando bebía como una esponja o dos; por parte local, Siniestro Total, Sidonie, Love of Lesbian o hasta Jaume Sisa). El señor Tierz, claro enemigo de la gentrificación y de los locales solo para guiris, se precia de que el 80% de su clientela ha estado siempre compuesta por barceloneses con ganas de pimplar en un ambiente acogedor y de escuchar buena música. Y hay que resaltar que lo suyo con la Plaza Real es una historia de amor similar a la de Nazario, héroe del underground y creador del detective-travelo Anarcoma, al que no sacas de ahí ni con agua hirviendo, aunque su hábitat ya no sea el de la Transición y las juergas alternativas con el difunto Ocaña (que permanece de alguna manera con el local que lleva su nombre). Entre el 2000 y el 2014, Tierz fue el presidente de la Asociación de Amigos y Comerciantes de la Plaza Real. El Ayuntamiento de Barcelona le concedió la Medalla de Honor de la ciudad en el 2017: era lo menos que se podía hacer por alguien que vino de fuera a animar la vida nocturna y musical de los barceloneses.
Él mismo lo cuenta todo en un libro que publicó este año que va tocando a su fin, Éste no es un libro del Sidecar (Ediciones 66 RPM), y creo que su nombre merece estar en la misma lista que la de los difuntos Víctor Jou y Rafael Moll (quien nos dejó hace unos días), factótums de Zeleste. Para que vean por donde iban sus preferencias musicales, ahí va media docena de sus discos favoritos: Pet sounds, de los Beach Boys, Blonde on blonde, de Bob Dylan, el Sgt. Pepper´s de los Beatles, el Exile on Main Street de los Rolling Stones, el primer álbum de The Velvet Underground y el London calling de The Clash.
Yo creo que al hombre aún le quedaba cuerda para rato, pero ha decidido jubilarse y traspasar el local, aunque poniendo un par de condiciones: que siga habiendo música en directo y que los 24 empleados del Sidecar conserven su puesto de trabajo. El tiempo dirá si se ha respetado el espíritu del lugar o si se convierte en otra cosa, pero los más asiduos y contumaces visitantes del local se temen que, sin su fundador, la cosa degenere hacia el típico bar de copas overprized para turistas en busca de falsas experiencias canallas. Veremos qué ocurre. Wait and see…