Ignacio Ferreira, cardiólogo del Instituto del Corazón Quirónsalud Dexeus
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“El colesterol malo es el factor más relacionado con el infarto”
Ignacio Ferreira, cardiólogo de Quirónsalud, explica cómo distinguir entre el colesterol bueno y el malo, cuáles son los factores que lo elevan y qué hábitos de vida ayudan a mantenerlo bajo control
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El colesterol ha sido durante años uno de los factores de riesgo más temidos en las consultas médicas. Se habla de él como si fuera un enemigo invisible que acecha a las arterias, pero la realidad es más compleja: sin colesterol no podríamos vivir. Es una sustancia esencial para el organismo pero que, en exceso, se convierte en un serio peligro. Los especialistas insisten en que la prevención, a través de hábitos de vida saludables y revisiones periódicas, sigue siendo la mejor estrategia para proteger el corazón.
Se trata de una sustancia grasa esencial para el funcionamiento del cuerpo humano, involucrada en la producción de hormonas, vitamina D y bilis para la digestión de las grasas. Sin embargo, niveles elevados, especialmente del colesterol LDL, aumentan significativamente el riesgo de enfermedades cardiovasculares, como infartos e ictus.
¿Qué es el colesterol?
“El colesterol es una grasa esencial que forma parte de todas las células del organismo”, comienza explicando el doctor Ignacio Ferreira, cardiólogo del Instituto del Corazón Quirónsalud Dexeus. Sin él, procesos tan básicos como la producción de hormonas, la síntesis de vitamina D o la fabricación de bilis para digerir las grasas serían imposibles. En otras palabras, lejos de ser un enemigo, este compuesto es un engranaje natural de la maquinaria humana.
El problema surge cuando la balanza se rompe y la cantidad en sangre supera lo recomendable. “Un exceso de colesterol deja de ser útil y empieza a ser dañino, sobre todo cuando hablamos del llamado colesterol LDL”, advierte el cardiólogo.
Bueno frente a malo
La diferencia entre el colesterol “bueno” y el “malo” no es un mero apodo médico. El doctor Ferreira lo resume así: “El HDL actúa como un sistema de limpieza, transporta el exceso de colesterol hasta el hígado para ser eliminado. El LDL, en cambio, tiende a acumularse en las arterias y se convierte en un factor de riesgo cardiovascular”.
Esa acumulación es la semilla de un proceso lento pero devastador. Cuando el LDL se deposita en las paredes de las arterias, se inician las placas ateroscleróticas, formadas por grasa, calcio y otras sustancias que endurecen y estrechan los vasos. “Si una de estas placas se rompe, puede originar un coágulo que bloquee por completo la circulación y desencadene un infarto o un ictus”, puntualiza.
Factores de riesgo
El colesterol elevado rara vez es fruto del azar. Según el especialista, “la alimentación cargada de grasas saturadas, el sedentarismo, el tabaquismo, el sobrepeso y los antecedentes familiares pesan mucho en el perfil lipídico de una persona”. También influyen la edad y ciertas enfermedades como la diabetes.
La buena noticia es que estos factores son, en gran medida, modificables. El cardiólogo lo recalca: “Seguir una dieta equilibrada, rica en frutas, verduras, legumbres, pescado y aceite de oliva, practicar ejercicio de forma regular, evitar el tabaco y moderar el alcohol son pilares para mantener un colesterol saludable”.
Más que un número
En muchos análisis aparece el llamado “colesterol total”, pero Ferreira subraya que no conviene quedarse solo con ese dato. “El colesterol total es la suma de HDL, LDL y otros lípidos. Sirve de orientación, pero no refleja el riesgo cardiovascular real. Es fundamental desglosar los valores y fijarse sobre todo en el LDL”.
Porque el colesterol malo es, de hecho, el factor más estrechamente relacionado con los grandes eventos cardiovasculares. “Un nivel elevado de LDL multiplica las probabilidades de sufrir infarto de miocardio, angina de pecho o accidente cerebrovascular. Por eso el control es tan importante”, insiste.
Un enemigo silencioso
El gran peligro del colesterol es su discreción. “El colesterol alto no suele dar síntomas, por eso lo llamamos el ‘enemigo silencioso’”, advierte Ferreira. Muchas veces, el diagnóstico llega tarde, después de un análisis rutinario o incluso tras un episodio grave.
De ahí la necesidad de los controles periódicos. “A partir de los 20 años, en adultos sanos, se recomienda una analítica cada cuatro a seis años. En personas con factores de riesgo —hipertensión, diabetes, antecedentes familiares, tabaquismo o exceso de peso— la vigilancia debe ser más estrecha”, concluye el especialista.