Carolina, portera de un edificio en Les Corts

Carolina, portera de un edificio en Les Corts Òscar Gil Coy Barcelona

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Carolina, la conserje de Barcelona que dio un giro a su vida a los 52 años: “Al principio me avergonzaba”

Una década en la portería convirtió un empleo inesperado en un espacio de escucha, mediación y vida compartida

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Hay trabajos que se aprenden con las manos y otros que se aprenden con el alma. Carolina, 62 años, empezó en el mundo de las porterías cuando ya había cumplido 52. Llegó casi sin querer, más por azar que por vocación, pero hoy --diez años después-- lo dice sin dudar: este oficio la ha hecho crecer.

“Me ha dado una visión más amplia de la gente”, repite en conversación con Metrópoli como si fuera un descubrimiento todavía fresco, un aprendizaje que aún la sorprende.

Un trabajo que empezó con miedo

Los primeros pasos no fueron fáciles. Venía de mundos distintos, de trabajar con niños, de lidiar con problemas que a veces parecían enormes solo para los ojos pequeños que los vivían. Aprendió a agacharse, a mirar a su altura, a dar importancia a un bolígrafo perdido porque, para un niño, podía serlo todo.

Y, sin saberlo entonces, ese gesto —ponerse a la altura del otro— sería también la clave para sobrevivir años después en un edificio lleno de adultos.

Portería de un edificio en Les Corts con la puerta de entrada a la casa de Carolia

Portería de un edificio en Les Corts con la puerta de entrada a la casa de Carolia Òscar Gil Coy Barcelona

Cuando llegó al trabajo de portera, sin embargo, arrastraba un prejuicio que, según confiesa, le costó quitarse de encima. Durante años evitó incluso la palabra portera. Se presentaba como “conserje”, casi disculpándose. “No me gustaba la palabra, las connotaciones que tiene”, recuerda.

El estigma, mezclado con la caricatura del portero cotilla, la pesaba. Hoy lo dice en voz alta, pero admite que aún le cuesta: “Ahora ya digo: soy la portera de un edificio. Pero todavía me cuesta”.

El peso de las historias que viven en un edificio

Con el tiempo, Carolina descubrió que una portería es una especie de caja de resonancia emocional. Entra y sale el cartero, los vecinos, los paquetes, los problemas, las pequeñas victorias del día a día. Y en medio de ese flujo está ella, escuchando. “Yo hablo mucho, pero he aprendido a escuchar”, bromea. Y vaya si escucha.

La vecina mayor que se sienta con ella a conversar durante una hora. La mujer que un día bajó llorando, sin fuerzas siquiera para explicarse, y solo pidió un abrazo. Los vecinos que ya no viven allí pero regresan a saludarla. Las historias que solo se comparten en ese territorio neutro entre la casa y la calle, donde la gente se abre porque alguien la mira a los ojos con calma.

La portera que hace de pacificadora

Más allá de lo emocional, su trabajo tiene otra capa esencial: la mediación. Los pequeños conflictos de la convivencia pasan por la portería, como si Carolina fuera un filtro imprescindible para que las cosas no estallen.

Carolina en la portería del edificio donde trabaja y vive

Carolina en la portería del edificio donde trabaja y vive Òscar Gil Coy Barcelona

El señor que entra furioso porque una luz se quedó encendida toda la noche. La vecina que se queja porque desde arriba le cae un calcetín. Dos apartamentos enfrentados por una humedad. Ella responde siempre igual: tono neutro, calma, disculpa.

“Al principio venía como una fiera, pero al verme tranquila bajó el tono”, recuerda sobre aquel vecino. Su estrategia es simple: suavizar, traducir, editar lo que no ayudará a convivir.

La otra cara del oficio

Lo que no le gusta —y lo dice sin dramatismos— es la limpieza. No por el esfuerzo físico, sino por la frustración de ver un suelo recién fregado con huellas al minuto. Aun así, encuentra un pequeño sentido: “Me gusta sentirme medianamente útil”. No romantiza su trabajo; lo habita desde la honestidad.

Carolina ha aprendido a cuidar incluso los rituales estacionales. Cada año compra el árbol de Navidad natural, discute precios en el mercado, carga adornos, inventa colores. Ese gesto casi artesanal le da un espacio de creatividad en medio de la rutina.

El salario y el valor del tiempo

Carolina cobra “según convenio”, algo que para ella es clave. Tiene un piso dentro de la finca, por el que solo paga suministros, lo que en Barcelona —dice con claridad— es una ventaja enorme. “No me puedo considerar mal pagada”, repite. Los quinquenios aún existen en su contrato: acaba de cobrar el segundo, tras diez años. Sabe que es una rareza, porque esas mejoras están “a punto de desaparecer”.

Su jornada es exacta: 8:30–13:30 y 17:00–20:00. Ficha, registra, avisa si va al médico, tiene libertad para organizar pequeñas gestiones. “Si tengo que entrar una hora tarde, les aviso. No hay problema”. En trabajos anteriores, asegura, no sintió tanta consideración.

Un oficio en desaparición

Carolina es consciente de que su profesión está “en peligro de extinción”. Explica que en Barcelona ya casi no quedan porteros en viviendas; solo en edificios de oficinas o fincas muy pudientes. La expansión de los lockers, las empresas de limpieza, los porteros automáticos y la digitalización han arrinconado a la figura tradicional.

Portería de un edificio en Les Corts

Portería de un edificio en Les Corts Òscar Gil Coy Barcelona

“No sé si en diez años quedará alguno”, reflexiona. “Solo falta que pongan un robot”. Le gustaría que la figura volviera, por lo que significa para la convivencia, pero no es optimista. Por eso no recomendaría este trabajo a un joven: “Podrías acabar haciendo poco. Y hacer poco te lleva a hacer menos. Y luego a hacer nada”.

La espiritualidad y las conversaciones improbables

Entre los vecinos hay personas con quienes mantiene charlas que le iluminan el día. Conversaciones sobre libros, sobre vida, temas que escapan a la rutina. Son momentos inesperados que le recuerdan que una portería no es solo un lugar de tránsito, sino un espacio donde surgen conexiones improbables.

El edificio está lleno de vidas discretas pero intensas. Carolina insiste en que ella no pregunta: la información llega sola. Y nunca la usa para alimentar rumores. Esa es su línea ética: escuchar, no difundir.

De los niños a los mayores: la misma vocación

Su pasado con niños le enseñó a acompañar problemas que para ellos eran gigantes. Ahora acompaña, sobre todo, a personas mayores que necesitan hablar. “Había una señora que me decía que no tenía ni voz de lo poco que hablaba hasta que bajaba aquí”, cuenta. Esa frase la marcó.

Cuando algunos vecinos se mudan, vuelven a saludarla. Para Carolina, ese gesto vale más que cualquier nómina. Confirma que, sin quererlo, se ha convertido en un punto de apoyo emocional.

Los prejuicios y el orgullo recuperado

Durante años cargó con el miedo al juicio ajeno. Vio porteros cansados, desganados, casi hostiles, y no quiso parecerse a ellos. Se impuso la norma de recibir siempre con una sonrisa, incluso en días malos. Esa decisión ha marcado su relación con el edificio.

Portería de un edificio en Les Corts

Portería de un edificio en Les Corts Òscar Gil Coy Barcelona

Hoy dice la palabra “portera” con más naturalidad. Ha encontrado un orgullo tranquilo, sin necesidad de exhibirlo. Sabe que su papel, aunque invisible para muchos, es esencial para otros.

Una década limpiando y escuchando

Diez años después, Carolina ha descubierto que su oficio es una mezcla de trabajo físico y emocional, de rutina y aprendizaje. Que ser portera implica mucho más que mantener limpio un edificio: es acompañar soledades, templar ánimos, recordar historias, ser presencia.

La verdadera labor no está en los trapos ni en los pasillos, sino en el vínculo. En esa puerta que se abre cada día, donde alguien siempre encuentra a Carolina, con su calma, su escucha y su forma suave de sostener a los demás.

Porque allí, más que abrir o cerrar, Carolina conecta.