Hace casi dos décadas, el entonces conseller de Agricultura de la Generalitat, Antoni Siurana, ironizaba con la infinita duración de las obras del Canal Segarra-Garrigues.
“El meu avi ja en parlava” aseguraba socarrón --siempre en privado-- cuando se le afeaba la aparente incapacidad de gobiernos de todo color para acabar de una vez una infraestructura vital para la agricultura en Lleida.
Cada vez que un gobierno autonómico o local anuncia nuevos avances en la línea 9 del Metro de Barcelona recuerdo al conseller Siurana y su visión del Segarra-Garrigues.
Viene a cuento la digresión por el alborozo con el que se recibió la semana pasada la llegada del nuevo cabezal de la tuneladora de la línea 9 al boquete --de momento solo se le puede llamar así-- abierto desde hace más de un lustro en la confluencia de la calle Mandri con el Paseo Bonanova.
Dos años después de lo prometido se reemprenden las obras para completar el tramo central de la línea anunciada desde el siglo pasado, cuya construcción empezó en 2003, por el extremo norte, con la promesa de hacerla realidad en 10 años.
Han pasado más de 20 años, y la línea 9 sigue sin unir los barrios de montaña sin obligar a viajar siempre a la plaza Catalunya para conectarse casi con cualquier punto de la ciudad.
En Barcelona, la gran aportación de la línea 9 era romper la trama radial del metro. De momento, sin embargo, el tramo central de la línea sigue durmiendo el sueño de los justos.
Por el camino, una crisis financiera que dejó las arcas de la Generalitat en bancarrota, con la inestimable ayuda del último gobierno tripartito y su empeño en plantar cara al crash financiero con “políticas contra-cíclicas” desde una Administración autonómica.
También las prioridades de los ejecutivos de Convergència, más preocupados por el rerepais que por el cap i casal. Todavía recuerdo a todo un alcalde de Barcelona, Xavier Trias, defendiendo la prioridad del tren de la Pobla de Segur sobre la línea de metro que prometía conectar todo el arco norte de Barcelona, desde Santa Coloma de Gramanet al aeropuerto de El Prat.
Entiendo las necesidades de reequilibrio territorial, pero la Pobla de Segur cuenta con 3.000 habitantes, más o menos los mismos alumnos que alguno de los grandes colegios que trufan la parte de la línea 9 que sigue esperando su concreción. Hace una semanas, uno de los convoyes de esa línea sufrió un incidente y se quedó parado en medio de un túnel.
La prensa local denunció el abandono de los 17 pasajeros, durante hora y media, a la intemperie.
No me malinterpreten, no seré yo quien menosprecie el mal rato pasado por esos pasajeros. Pero eran 17. La L9 tiene trenes con capacidad para 960 personas y la aspiración de alcanzar los 120 millones de pasajeros anuales.
Hubiera sido bastante más razonable que Trias reconociera que la Generalitat de entonces, con Artur Mas al frente, bregaba con unas arcas vacías y prefirió gastarse su exiguo presupuesto en infraestructuras en un proyecto más resultón.
Y ahí seguimos, varados en el tramo central de la línea, que sigue sin conectarse, quien sabe si debido a que ese tramo central discurre por Horta y Sarrià-Sant Gervasi.
Este último convertido en el único distrito sin metro de la ciudad porque, según argumentan algunos, “los ricos son tontos y no quieren transporte público”. No me lo invento, he llegado a oír ese argumento de personas supuestamente formadas.
Este mayo, cuando la consellera de Territori, Sílvia Paneque, y la primera teniente de alcalde, Laia Bonet, anunciaron el reinicio de las obras no se atrevieron a ponerle fecha a la inauguración final de la línea 9. Como pronto en 2031, reconocieron.
Tres años después, en 2034, está prevista la conclusión de la Sagrada Familia. Ahí lo dejo.