“Cuando ya estaba a punto, doctorada y preparada, entregada a la causa de devolver al gran país de la pedagogía mi desobediencia filosófica, volé, flamante, para apuntarme a ‘listas’, es decir, a la reserva de profesores sustitutos de secundaria (…) contra toda esperanza, entregué mi paquete de papeles (…). Y la administrativa del Departament d’Ensenyament que me atendió, repasando la documentación amablemente, funcionarialmente, dijo: ‘¿Y el nivel C de catalán?’. ‘¿Cómo,  el qué?’, le pregunté. ‘Si no tienes el nivel C no te puedes apuntar’ me respondió. El nudo en la garganta no me dejaba respirar. ‘Pero, ¿es que no escuchas en qué te hablo? — logré decir—. ¿Es o no es catalán?’.

Me devolvió mi montón de títulos y de buenas notas, mi 10 en la prueba de catalán de la Selectividad, mis diptongos bien acentuados a lo largo de toda una vida, las malditas diéresis y la transcripción fonética en todas las variantes dialectales y más: me devolvió las ganas, mi sentido del deber y mi sentimiento de culpa por haber estudiado filosofía. Me devolvió todo esto y yo (…) no volví jamás a apuntarme ni a intentarlo”.

La larga cita no procede de una migrante latina sino de una catalana, nacida en Barcelona y que había cursado catalán en la enseñanza. Se llama Marina Garcés. El texto procede del libro Ciudad Princesa.

Hace unos años el Ayuntamiento de Barcelona la nombró pregonera de las fiestas de la Mercè. No obstante, trabaja en Zaragoza, cuya universidad valoró sus conocimientos sin pedirle que acreditara documentalmente que habla castellano.

Es de suponer que los ediles independentistas no han leído la obra y, por lo tanto, no se han indignado ni pedido que se disculpe por lo escrito.

Hacerlo sería ejercer de censores y queda mal frente a una profesora universitaria, autora reconocida, apta para colaborar en el diario Ara, pero no para dar clases en un instituto de secundaria.

Pero censurar a inmigrantes latinas, pobres por añadidura, es mucho más fácil. Hasta Maria Eugènia Gay, teniente de alcalde de Jaume Collboni, se ha excusado (¿por qué?) y ha sugerido que, de haber sabido que en una obra de teatro se criticaba el uso de catalán por parte de determinadas personas, tal vez la habría prohibido.

La obra ironizaba sobre las dificultades de los inmigrantes para acceder a algunos empleos por motivos diversos. Uno de ellos, el dominio de la lengua catalana.

¡Inaceptable! han clamado algunos que forman en las filas de los denunciantes contra quienes utilizan cuando les parece el castellano, lengua cooficial en la comunidad.

Es cierto que ahora Marina Garcés hubiera podido apuntarse a las listas y no se le hubiera solicitado el certificado del nivel C. El Gobierno catalán rectificó tiempo después y aceptó que no reconocer que quienes terminan la enseñanza obligatoria dominan el catalán era una descalificación de todo el sistema educativo. Pero lo hizo durante años. Seguramente por motivos que nadie quiere reconocer: la debilidad de la educación que reciben los catalanitos. En catalán y en castellano, y en matemáticas y en inglés.

Los ofendidos (¡con cuánta facilidad!) dicen que se insulta al catalán (se supone que a la lengua catalana) cuando sólo se ironiza sobre cierto uso de la misma.

Reclamar al funcionariado el conocimiento de las dos lenguas cooficiales en Cataluña sería bastante razonable. Después de todo, aunque los intolerantes (por ambas partes) no quieran reconocerlo, quien tiene derecho a elegir la lengua en la que quiere ser atendido es el ciudadano.

Ser funcionario no es obligatorio. Quien quiera serlo contrae la obligación de prestar servicio a la ciudadanía. Una de esas obligaciones es atenderle en su idioma.

Ser ciudadano sí es obligatorio, pero no obliga a utilizar las dos lenguas. Sólo impone pagar los impuestos con los que se abonan los sueldos de los funcionarios que tienen, porque así lo han querido, que atenderles.

El ciudadano está obligado a aprender las lenguas que se imparten en la enseñanza y a acreditar su conocimiento. Que las utilice o no es asunto suyo.

Quizá sea casualidad, pero casi en el mismo momento en que el catalanismo feroz exigía censura para quienes discrepan de sus pretensiones monolingües (tan rechazables como las de quienes pretenden liquidar el uso de la lengua catalana) se hacía público un dato a tener en cuenta: los inmigrantes cobran, de media, un 29% menos que los indígenas. Eso no es discriminación, es sobreexplotación.

No se han indignado ni los sindicatos ni los inspectores de trabajo. Tampoco Maria Eugènia Gay.