Fue raro. Me sentí una gamberra vulnerada: como si me pillaran hurgando en la nariz, como si mi madre me cazara engullendo el último trozo de bizcocho cuidadosamente guardado en la nevera. Ver sexo en directo no es lo mismo que ver un vídeo porno en la soledad de tu casa. Ahí el morbo es compartido, deja de ser un secreto: expones tu excitación frente a la de otros curiosos –¿perversos?– como tú.
La primera vez que fui al Salón Erótico me escandalicé. Tenía claro cuál era mi labor: captar los detalles del público y los shows en vivo para escribir una crónica. Me escudaba bajo esa premisa. “Soy periodista”. Pero el caso es que estaba de pie entre decenas de hombres que levantaban los brazos –serios, impávidos– haciendo zoom con sus móviles para grabar en primer primerísimo plano la penetración anal. Por momentos me acordaba de Chuck Palahniuk y sus personajes desquiciados por el sexo y la necesidad. Y me sentía fuera de lugar.
Durante esa jornada vi –viví– cosas extrañas y nuevas para mí. A un hombre masturbándose en la puerta del baño; a una actriz porno mojando al público de la primera fila con su squirt; a una relaciones públicas que me ofrecía vender mis bragas usadas en su página web; a un hombre de aspecto desagradable con la espalda magullada, llena de heridas, cicatrices y sangre; o a jóvenes entrando de la mano a la zona de swingers (intercambio de parejas).
Este año he vuelto, también en condición de periodista: a observar y a hablar con los más singulares. El ambiente era parecido, sin embargo olía diferente. Más diversidad, más mesura y empoderamiento femenino, que usar estas dos últimas palabras en el terreno pornográfico significa ya un gran avance.
Por suerte, el Salón Erótico va camino a convertirse en un escaparate didáctico que expone las nuevas tendencias sexuales. En una especie de escuela para la autoexploración y en una trituradora de prejuicios, no en un evento para que los viejos verdes reúnan el suficiente material “inspirador y gratuito” como para pajearse el resto del año.
Amigas y amigos de mi entorno han mostrado interés en ir. Tras descubrir historias como la del colectivo drag king Queer That o encontrar talleres tan interesantes como el del sexo tántrico, el punto G, el control de los dolores menstruales, el poliamor o el sexo hipnótico, se lo plantean. Al fin y cabo, el sexo –en mayor o menor medida– nos atañe –e importa– a todos. Y que se adapte a las inquietudes actuales, es una gran noticia. Eso sí, ver sexo en vivo rodeada de desconocidos sigue siendo algo incómodo. Todavía estoy en proceso. De vez en cuando miro hacia los lados. Para ver qué otras cosas encuentro y de paso fijarme en las caras del resto, que siempre nos dicen algo de nosotros mismos.