A Gabriel Jackson (1921-2019), cuando era estudiante, lo fueron a ver un día un par de agentes del FBI. Querían saber si era uno de los suyos y si, por lo tanto, colaboraría denunciando a sus compañeros de izquierdas. Se negó y el resultado fue que se le hiciera, durante un tiempo, un cierto vacío en algunos centros académicos. En uno de ellos, incluso fueron sinceros: figuraba en la lista de los malos y no le iban a dar trabajo. Tuvo que esperar a que cambiaran algo las cosas. Al jubilarse, Jackson decidió instalarse en Barcelona, donde residió durante poco más de 26 años (1983-2010). A punto de cumplir los 90 volvió a Estados Unidos para vivir con su hija. Durante los años pasados en la capital catalana, Jackson fue objeto de un notable vacío académico: ninguna de las universidades le ofreció nada y la Generalitat lo ignoró también. Sólo el Ayuntamiento de Barcelona lo nombró pregonero de la Mercè en 1995. Se le aplicó un macartismo sutil, compuesto de sombras y silencios.

Hay quien sostiene que la ciudad vive hoy un nuevo macartismo. Los dueños de las instituciones –o los que se creen sus dueños– vetan a cualquiera que no luzca el lazo amarillo, símbolo de un uso pervertido del lenguaje impuesto por el independentismo. Quizás una de las peripecias de Jackson en Barcelona sirva para entender cómo funciona este asunto. Al mejor historiador del período de la república y la guerra civil (aunque no sólo) lo invitó un día Jordi Pujol. Una vez juntos, el entonces presidente (y ya defraudador) empezó a hablar. En un determinado momento, Jackson quiso interrumpirle para hacerle notar que lo que decía podía no ajustarse a la realidad. La respuesta del titular de las cuentas andorranas fue tajante: “Yo le he llamado para explicarle mi visión de Cataluña, no para saber cómo la ve usted”. El historiador calló y quizás por eso se quedó sin la Creu de Sant Jordi.

El pasado sábado el colectivo Juan de Mairena le rindió un homenaje en Barcelona y se llenó la sala Teresa Pámies del Centre Civic de la calle d’Urgell. Participaron historiadores, claro, periodistas, también su editor español (Gonzalo Pontón) y activistas inclinados a la izquierda o al centro, como Francesc de Carreras. Asistieron además Carmen Negrín, nieta del ex presidente del gobierno republicano Juan Negrín, cuya biografía escribió Jackson, y la hija del historiador, Katherine Jackson, que cerró el acto muy emocionada.

Los unos y los otros trazaron el perfil de este hombre poco amante de las fronteras: había nacido en Estados Unidos, descendiente de una familia de judíos procedentes del Este de Europa; se doctoró en Francia y más tarde se hizo español por voluntad propia y se afincó en Barcelona, donde pagó sus impuestos, en los últimos años de su vida. El historiador Ángel Viñas explicó que cuando inició los trámites para obtener la nacionalidad española, se estrelló contra la burocracia. Finalmente se convirtió en ciudadano español por decisión extraordinaria del Consejo de Ministros, pero aún tuvo que esperar siete meses para obtener la nacionalidad porque, en uso de su independencia, un juez macartista cuyo nombre nadie recuerda le hizo esperar ese tiempo para tomarle el juramento.

A los asistentes al homenaje se les entregó un folleto en el que se reproduce su pregón de 1995. Ya entonces alertaba sobre las argucias del nacionalismo y señalaba: “La Constitución democrática de la España Contemporánea (...) demuestra que es posible garantizar la libertad de comunidades lingüísticas y culturales sin necesidad de multiplicar estados, ejércitos, cuerpos policiales, aparatos de espionaje y otros accesorios que tanto gustan a los soberanos”. Y señalaba también algunas de las causas por las que el nacionalismo ha mirado siempre de reojo a Barcelona: “La vida cultural de una ciudad gobernada de forma progresista reduce los conflictos nacionales y de clases, a la vez que constituye una poderosa fuerza para una cultura nacional integradora”. Justo lo contrario de lo que persigue un independentismo excluyente.

Al final, los organizadores pidieron que el consistorio –no había nadie del ayuntamiento en la sala– haga algún tipo de reconocimiento público a Gabriel Jackson. Ni que sea una placa en la casa del Putxet donde vivió tantos años. Y se podría añadir que, además, vigile para que no ocurra como con la dedicada en la Diagonal a Manuel Sacristán que con harta frecuencia aparece destrozada por los vándalos.