Es una lástima que la huelga de bibliotecarios haya chafado la iniciativa del Ayuntamiento de Barcelona de celebrar en la biblioteca Gabriel García Márquez el pregón de Sant Jordi a cargo de David Walliams.

Ubicar esta ceremonia en el barrio del Clot, que es donde está esa obra de arte distinguida el año pasado como la mejor biblioteca pública del mundo, era un tímido intento de descentralizar los fastos de la diada.

Pero la protesta laboral movió a nuestras autoridades a resituar el discurso del escritor británico nada menos que en el Born, probablemente el barrio más poblado y congestionado de Europa. A tiro de piedra de las casetas de venta y firma de libros del paseo de Lluís Companys y también muy cerca de La Rambla, dedicada durante dos días a la fiesta de la lectura, como ahora se llama la jornada.

Apenas a unos metros del final de esta vía tan icónica e híperconcurrida de Barcelona se abría otra zona de puestos equivalente a una ciudad como Figueres: el espacio que discurre entre la Gran Vía y la Diagonal, y entre Pau Claris y la calle Balmes. A partir de la plaza Cinc d’Oros, acabada la superilla, toda Gran de Gràcia también entregada a la fiesta.

Se entiende bien que las librerías y las floristerías, incluso las que sólo venden libros y rosas un día al año, quieran copar el centro de la ciudad, pero es mucho más difícil aceptar que el consistorio acceda, que lo entregue a los comerciantes. Por segundo año consecutivo, el ayuntamiento ha puesto en marcha un canon para compartir los gastos, una iniciativa que no ha gustado a una buena parte de ellos, que se consideran con derecho a disfrutar de esas 2,7 millas de oro que unen la estatua Colón y la plaza Lesseps by the face. Cabe suponer que tal derecho emana del noble material con el que comercian, la cultura.

Ese ombliguismo de algarabía no es exclusivo de Barcelona. En Girona, por ejemplo, también se produce. Después de haber trasladado todo el montaje de Sant Jordi a la Devesa, obligado por la pandemia, el sector ha conseguido regresar a la Rambla aplicando ciertas medidas para mitigar las aglomeraciones asfixiantes que suelen producirse en ese emplazamiento. (Por cierto, ¿qué hacía ayer firmando libros en Barcelona Quim Torra, que abrió su oficina de expresident en Girona?)

Todo el mundo defiende la descentralización en cualquier orden de la vida, desde la gestión política y social a servicios como el transporte, los sanitarios o los financieros, pero, amigo, cuando aparece el negocio todo cambia. Barcelona dispone de la montaña de Montjuïc, incluida la institución ferial que alberga, también tiene parques como la Ciutadella, el Fòrum, Estació del Nord o la Trinitat, pero no. De la misma forma que a los ciudadanos nos gustaría dejar el coche o la moto en la puerta de casa –una querencia que la autoridad municipal se encarga de reprimir por el bien común y la concordia--, los libreros quieren y consiguen vender donde la diada puede generar las mayores concentraciones. Al precio que sea.

Al mediodía de ayer el secretario técnico del Gremio de Libreros aseguraba en vetebé que, a juzgar por cómo se habían abarrotado las calles céntricas ya a primera hora, cabía esperar que la jornada fuera un éxito. Tremendo.  

Y luego sonreímos con suficiencia al ver el ridículo de esos alcaldes iluminados que se obsesionan con las multitudes navideñas. No puede ser más vacuo. El espectáculo se reduce a la gente viendo el espectáculo, como evidencia que el mejor balance de la jornada librera sea el imparable crecimiento del número de asistentes; y el monto de las ventas, claro.

No sé si todo esto tiene algo que ver con la literatura, como se pregunta la escritora Llucia Ramis, pero de lo que estoy seguro es que Barcelona –o sea, los barceloneses-- no se merece ese trato. Ayer, los alrededores de la biblioteca García Márquez apenas tenían dos o tres paradas donde unas floristas tan voluntariosas como escasamente profesionales vendían rosas rojas, igual que un poco más arriba, en la extensa y espaciosa avenida Guipúzcoa, salpicada cara equis metros de senyeras envolviendo los tenderetes.