En Barcelona y ciudades vecinas víctimas de las políticas de Colau aparecen bandas de criminales magrebíes llamadas charmiles. Extorsionan, roban con violencia, amedrentan a vecindarios y manejan machetes de picar carne como herramienta de identidad. Se suman a las bandas latinas que operan en toda el Área Metropolitana de Barcelona y se han repartido barrios, territorios y especialidades delictivas. Los charmiles aún no han sido considerados asociación cultural por la Generalitat, como hizo en 2006 con los Latin Kings, Ñetas, Trinitarios, Ecuatorianos, Blood y otras juventudes multiculturales que, como asociaciones legales, reciben ayudas y subvenciones de diversas administraciones.
El balance de estas colectividades, que van dejando su goteo de cadáveres, se resumía en 2.400 pandilleros fichados por los Mossos d’Esquadra en 2014. Confirmaban un estudio de expertos del Ayuntamiento de Barcelona fechado el 2006 que advertía de que la segunda generación sería más violenta y de que no se arreglaría con educadores de calle ni asistencias sociales. Coincidían en que no era una cuestión racial, sino de delincuencia pura y dura. Y los menores que participan en ella juegan el mismo papel que en todas las organizaciones criminales y terroristas: una primera línea que encubre a los mayorcitos de edad y entorpece la acción policial y judicial.
Pasqual Maragall decía que en Barcelona todo va ligado y una cosa lleva la otra. Así que con la coartada de la marginación social, los charmiles se suman al lumpen, a los desechos del anarquismo barcelonés, kaleborrokos vascongados y ácratas italianos que rondan por la ciudad desde 1987. Arrejuntados con okupas como la joven Colau cuando en Internet promocionaban a Barcelona como la ciudad donde se puede ir de fiesta, montar barricadas, quemar contenedores y enfrentarse a la policía con tácticas de guerrilla urbana. Según tesis doctorales de entonces, en la red de alcantarillado de casas ocupadas anidaban “ideologías anarquistas, libertarias, otras aún no identificadas ni catalogadas y las que se autodenominan independentistas. Se trata de una mezcla de ideas como la autogestión, el antiautoritarismo, la libertad individual, la colectivización, la inexistencia de liderazgo y la negación de toda autoridad formal”.
Los charmiles se suman a los marranos de Arran y Cdr, a los Cupijo-bandoleros, a magrebíes tan integrados como los de Ripoll que asesinaron en masa aquel agosto de 2017, a los que queman contenedores, peajes, monumentos y cajeros automáticos mientras sus aliados saquean comercios. No pasa nada. Ada Colau gritó vivas a la Rosa de Fuego y a la Semana Trágica de 1909. No cerrará su pasado, lo cargará con arrogancia y huirá de vacaciones. La Cataluña Metropolitana respirará mejor sin ella cuando cada vez más ciudadanías se organizan para frenar a okupas, menas, matones macheteros y pendencieros amarillos. Parecido a como resumió Javier Cercas aquello de 1936: “La gente de orden se armó. Los chavales se encabronaban y alborotaban más. Y así se crispó la situación. El pueblo se partió por la mitad y la convivencia se hizo muy difícil”. Y una cosa lleva la otra, según decía Pasqual Maragall.