He de confesar que he comprado libros a través de Amazon. También otras cosas, pero lo que más me pesa es haber recurrido a la multinacional de Jeff Bezos para adquirir una novela o una biografía. Lo digo con pesar porque siempre me ha puesto en guardia que una multinacional se autodefina como tecnológica por llevarte una pizza a casa o por intermediar el alquiler de un apartamento con una app, servicios que de toda la vida han tenido un nombre más normal: entrega a domicilio y agente inmobiliario.

Encima, cuando he visto que los beneficios que obtiene con mi compra los tributa allá donde le resulta más barato; o sea, fuera de España; y cuando he comprobado cómo malviven los trabajadores en los que se basa el secreto del negocio, los transportistas, me he mosqueado. Pero lo que me ha dado la puntilla ha sido ver cómo la multinacional aprovecha los datos de sus clientes para hacer competencia desleal a los productores, a los fabricantes, a la gente que tiene plantillas retribuidas según los convenios que rigen en su país, que ha comprado naves industriales y paga los impuestos cuando, donde y como toca, para hacerles una competencia desleal a todas luces.

Han creado un conflicto, pero seguro que hay fórmulas para aproximarnos a una solución. En muchas ciudades de nuestro país se han puesto en marcha iniciativas para sostener las librerías, por ejemplo, uno de los pequeños comercios tradicionales que aún son salvables frente a la voracidad de estos gigantes. Acabamos de ver la campaña de Llibrestiu en Cataluña, una de las que se han impulsado precisamente para evitar la desaparición de una red comercial fundamental para nuestra forma de vivir.

De la misma forma que reconozco haber pecado con la gente de Bezos, he de admitir que últimamente me esfuerzo por contribuir al negocio –sería mejor decir la existencia-- del librero de mi barrio. En lugar de meterme en internet o de aprovechar un paseo por el centro para adquirir el libro que necesito, voy a la librería y le encargo la obra. Tengo que hacerlo porque sus estanterías suelen estar llenas con los best seller y los títulos que dicta el régimen. Sí, el régimen. Obras en catalán que el sistema independentista promueve entre la población en su empeño por vencer la realidad. El régimen no soporta que el 70% de la lectura de los catalanes se haga en castellano, tiene que luchar contra eso. El gremio, los editores y casi todos los libreros se prestan a esa catequesis permanente.

Aun así, le encargo lo que me interesa y, como tiene mi ficha, tres o cuatro días después me envía un sms para avisarme: ya puedes pasar a recogerlo. La última vez tuvo lugar a finales de julio; en Barcelona hacía un calor inhumano, tórrido, pero el muchacho tenía parado el ventilador del techo y también el sistema de aire acondicionado; estábamos en una tarifa eléctrica de máximo histórico. La puerta de la calle, cerrada a cal y canto, aunque sospecho que abrirla habría sido inútil porque no tiene salida al patio interior y, por tanto, la corriente es imposible.

Tras pagar ese último libro que le había encargado, le pedí que me hiciera una factura –solo-- de las dos últimas compras.

--Oye, si lo dices por el IVA, que sepas que los libros solo tienen un 4%, me dijo el pollo.

--No, no es por eso. Es un gasto profesional, le contesté. 

--Ojo, que Hacienda tira para atrás muchos cargos de ese tipo, insistió como para amedrentarme.

--Este, como otros muchos de los libros que te he comprado, los utilizo para trabajar. Creo que la Agencia Tributaria es capaz de entenderlo, dije para cerrar el incómodo coloquio.

--Bueno. No sé. Haré una factura y luego otra para anularla; vale, ya lo miraré. (No sé a qué caray se refería).

Escribo estas líneas en la tarde del 10 de agosto, dos semanas después de la conversación, y no he recibido el sms conforme tengo la factura a mi disposición. Es posible que el librero pillara las vacaciones justo al día siguiente y haya pospuesto el asunto hasta septiembre; puede. Dudo mucho que trabaje en negro, tiene delante un colegio de monjas que debe exigir los comprobantes de sus compras. Tampoco sé cómo paga, si por estimación directa o por módulos.

Sencillamente, no está preparado para sobrevivir por más que le ayudemos los vecinos: tarda tres veces más que Amazon --o cualquier otra gran librería local-- en traerme un libro con su factura perfectamente conformada, sin que tenga que soportar la atmósfera rohída por el calor húmedo de su local ni sus ocurrencias sobre mi relación con el Fisco. Me lo pone muy cuesta arriba.