Las patrullas de reeducadoras de novísimas masculinidades comandadas por Ada Colau y sus talibanas han comenzado a debatir sobre qué hacer con la estatua romana que luce en el Museo de Arqueología de Cataluña, con sede en Barcelona. Conocida como el Príapo de Hostafrancs, barrio donde fue descubierta en 1848, decapitada y con sus casi tres metros de altura, fue descrita así por el más que conservador Diario de Barcelona: “Por la desnudez, bastante significante a la par que ofensiva, de alguno de sus miembros”. El miembro al que hacía recatada referencia era y es su descomunal pene, que escandalizaba a las beatas puritanas del siglo XIX y ahora desquicia de los nervios a las talibanas municipales subvencionadas, que no saben cómo borrar del mapa tantos siglos de histórica penetración cultural masculina en Barcelona y en las antes felices villas y municipios vecinos que deglutió.
Como fieles devotas de la arrogancia, el sectarismo y la ignorancia, en sus tertulias de catequesis feminoides aún no saben qué hacer con el buen Príapo, deidad de la fertilidad y la virilidad y protector también de los jardines y la agricultura (con más experiencia que los ensueños ruralitas de la concejala verde Janet Sanz). Porque antes de ir a dar con sus partes nobles al museo, Príapo estuvo en el patio de Sant Sever de la calle Tallers, popularmente conocido entonces como el Patio del Carajo. Era aquel un punto de encuentro del juego, la bebida y el sexo muy concurrido por soldados y estudiantes. La figura recordaba también que la primigenia Universidad de Barcelona nació sobre las ruinas de un antiguo burdel. Retirado finalmente de la vía pública, ocupó el pedestal del símbolo de la lujuria, que era una piedra menos fálica y sospechosamente parecida a los pedruscos que manda colocar Colau en plazas y calles pero los llama monumentos.
De momento, la secta de las talibanas colauitas comienzan a elaborar ya su lista negra de miembros viriles. Después, cuando dominen la ciudad, pasarán a la acción como hicieron sus antepasadas ultra-reaccionarias con el grupo escultórico dedicado Al Geni Català, una obra de los hermanos Baratta que nació desnuda pero poco después de ser inaugurada las defensoras y defensores de la moral estricta la castraron a martillazos. Idéntica mutilación sufrieron las figuras masculinas del Monument als Voluntaris Catalans, obra de Josep Clarà previamente prohibida durante la dictadura de Primo de Rivera.
Con tales antecedentes culturales y muchos más que llenarían varios volúmenes de una futura Historia del Arte de la Intolerancia en Barcelona, las actuales iconoclastas justifican y empoderan su superioridad moral, a la vez que dan salida a la ferocidad de sus perversos instintos básicos reprimidos. Y a falta de un gran Museo del Pene como los que hay en ciudades más libres y cultas que la Barcelona actual, (como el de Reykjavik en Islandia, por ejemplo), dilapidan su tiempo y el dinero público en tertulias para contarse sus intimidades. Lo cual es una pena, penita para los penes cortados durante sus mejores sueños húmedos.