Que la lengua es uno de los factores de la identidad, podíamos saberlo mucho antes de que Amín Maalouf escribiera su maravilloso ensayo “identidades asesinas”. Que no deberíamos hacer política con ello, deberíamos haberlo aprendido tras su lectura. Sin embargo, la tentación de activar lo más visceral de nuestros ciudadanos se hace irresistible para quienes, sin ningún miramiento, son capaces de todo para mantenerse en el poder. Capaces incluso de banalizar el odio cuando sucede, e incluso avivarlo cuando les conviene.

Durante estos últimos días hemos visto a nacionalistas sin escrúpulos pedir que se haga bullying a niños. Hemos visto cómo auténticos radicales que no respetan ni lo más sagrado han difundido datos sobre el lugar de residencia y el negocio de los padres del niño de Canet de Mar, animando a los suyos a seguir haciéndoles la vida imposible. Es repugnante.

Que haya quiénes consideren que hablar español en el colegio es una aberración es difícil de entender, pero que haya quiénes traten de llevarnos al Nueva Orleans de los 60 da mucha rabia. Sobre todo si hacemos un pequeño ejercicio de empatía con el señalamiento y acoso que está sufriendo un niño tan pequeño que no tiene ni tan siquiera conciencia de qué es la política.

El nacionalismo catalán no ha entendido nada. El objetivo de la educación debe ser salir preparado para el mundo que viene. Todo lo que se aleje de conseguir este objetivo no tiene sentido.

Al final, marginando el español en las aulas lo único que consiguen es desnaturalizar la educación. En la vida real coexisten sin ningún problema el catalán y el español, y todo lo que no sea plasmar eso en el colegio, es enseñar a los niños un mundo que no existe fuera de los delirios de quienes querrían una realidad monolingüe en Cataluña que jamás existirá.

Es importante recordar que la inmersión lingüística se adoptó en un momento muy concreto de nuestra historia y fue fruto de un consenso que a día de hoy no existe. Y eso es lo más relevante. Los consensos no son eternos y no debería haber ningún problema en revisarlos cuando se pierden. El nacionalismo sectario y excluyente en medio de este maldito procés ha dinamitado todos los puentes que habíamos tendido en Cataluña. Ahora toca ser valientes, volver a analizar la realidad que nos rodea y buscar modos para volver a tenderlos. Pero para eso, es necesario salir de las trincheras del sectarismo. Y eso debemos hacerlo todos.

El problema es que hay quienes no tienen ninguna intención de hacerlo.

La realidad en nuestra tierra, de forma mayoritaria, es que a nadie le molesta el catalán (faltaría más), pero al nacionalismo le molesta (y mucho) el español. Ellos no defienden la inmersión por un tema de necesidad por más que traten de esconder sus prejuicios y apriorismos en datos. Defienden la inmersión porque no quieren ni oír hablar del español. La defienden por odio.

Y ese odio se pega y se transmite también en sentido contrario. En una tertulia en televisión en la que participé no hace mucho, llamó un chico para dar su opinión y dijo que “no quería volver a hablar catalán porque sentía que le obligaban a hacerlo”. Están consiguiendo con estos debates estériles un efecto contrario al deseado. Están haciendo que haya personas que asocien nuestra lengua, el catalán, con una lengua de opresión. Y así no es como se hace que se amen las lenguas.

La clave de toda esta historia está en utilizar el sentido común. Evidentemente, lo primero es cumplir las decisiones judiciales. En ningún país medio normal del mundo se cuestionan las decisiones judiciales sistemáticamente. Eso probablemente solo pase en Cataluña. Pero yendo un poco más allá. Si el objetivo fundamental de la educación es conseguir que al final del proceso nuestros niños y niñas salgan con las mismas oportunidades de tejerse un futuro digno, vale la pena preguntarse si el nacionalismo está dispuesto a ceder en pro del sentido común.

La realidad es dolorosa. Al haber hecho de la lengua otra trinchera, es difícil transitar por el puente del sentido común. Os pongo otro ejemplo. En la misma tertulia de la que hablaba antes se me ocurrió plantear lo siguiente. Si se demuestra que en una zona concreta de Cataluña hay un problema grave con la capacidad de los alumnos para dominar el catalán, yo estaría dispuesto a una inmersión total en catalán. Pero... ¿y si en otra zona se demostrase la falta de dominio del español? ¿Sería de recibo aplicar inmersión en español en dicha zona? La respuesta la podéis imaginar. No están dispuestos porque el objetivo no es corregir disfunciones de aprendizaje. El objetivo es imponer una lengua y relegar la otra.

Ante esto, se hace evidente que el único modo por el momento de garantizar el sentido común es por la vía del cumplimiento de las decisiones judiciales. Soy muy consciente de que ésta no es la gran solución, pero por el momento, es lo único que nos garantiza que nuestros alumnos sean capaces de vivir un modelo educativo que no relegue del todo al español al ostracismo. O empezamos a trabajar en la métrica de conseguir igualdad de oportunidades o estaremos haciendo, simplemente, un flaco favor a nuestros niños. En especial a aquellos cuyas familias no pueden pagar una educación privada como la que han tenido los hijos de los principales líderes independentistas.

Y para terminar, permítanme poner el foco en nuestra ciudad, en Barcelona. Ciudad cosmopolita por excelencia en Cataluña. Ciudad en la que conviven el español, el catalán y muchas otras lenguas. Somos el lugar perfecto para demostrar que estos sectarismos lingüísticos no llevan a ninguna parte. Somos el lugar perfecto para demostrar que las lenguas son herramientas que nos enriquecen como sociedad. Debemos ser los primeros en alejarnos de estos debates estériles que no provocan más que hastío y cierta desesperanza. Que se cumplan las resoluciones judiciales y, después de eso, expliquemos al resto que las lenguas son riqueza y que en un mundo globalizado, no tiene sentido dedicarse a mirar hacia dentro.