El domingo pasado, un grupo de amigos quedamos para comer en Barcelona. Buscábamos dónde ir con las premisas de que fuera un restaurante con un mínimo de calidad, más o menos céntrico, no muy caro; y que tuviera algún atractivo para las personas que venían de fuera de la ciudad. Tras un repaso del panorama, vimos que el mejor local disponible era La Havana: cocina catalana, buena relación calidad precio, gente honesta, empresa familiar y en el centro.

Pero inmediatamente reparé en que apenas 48 horas antes del momento de reservar había pasado por la zona y me había invadido una sensación de alerta, de tener los ojos abiertos; mucha presencia policial, cuidado con el descuido y calles inhóspitas. Entre ellas, Nou de Dulce, una localización nueva --por la razón que sea-- para quien paseó la pubertad peinando la zona desde Can Culapi de la mano de compañeros que vivían en Valldonzella, Peu de la Creu o Carme. Ahora sonaba ajena y hostil.

También recordé la inmensa losa que separa esa zona de la ciudad de la que está al otro lado de la Ronda de Sant Antoni, el cemento que mantiene viva una imagen de provisionalidad, pero que aún está allí cuatro años después de que el mercado de abastos haya regresado a su emplazamiento de siempre. Una muralla que el consistorio de Barcelona parece empeñado en consolidar contra todo lo que pueda sonar razonable.

Casualmente, JxCat presentó una moción en el pleno municipal de la semana pasada para eliminar ese callo enorme de una vez por todas, una propuesta que fue aprobada por los grupos municipales, aunque el portavoz de Barcelona en Comú tuvo a bien asegurar para desesperación de cualquier barcelonés sensato que la eliminación de la losa se producirá “antes de que acabe el año” y, eso sí, no podrá ser como se dijo en 2018. Habrá innovaciones, probablemente relacionadas con el urbanismo táctico tan querido por nuestra alcaldesa.

¿Cómo íbamos a convocar a los amigos --alguno de ellos se mueve en moto-- para que aparcaran en la zona de la losa? Es donde se instala el mercado de la miseria, que cuando huye de los urbanos se traslada a la pobre Nou de Dulce. Donde se concentra lo más degradado de la ciudad, un nuevo gueto tras la muralla que ha construido un ayuntamiento progresista que venía a acabar con las viejas políticas de gentrificación, el mismo que se propone levantar otra muralla en Via Laietana con un sentido social discutible y dudosa interacción ciudadana.

Total, que nos fuimos a comer a otra zona de la ciudad en busca de menos riesgo para las motos, pero donde, sin embargo, eran nuestras carteras las que corrían peligro. Un Bonanova que no se sonroja por cargar un 120% sobre el precio del vino y trata de colocarte lo que no está en la carta --las sugerencias-- para engordar la cuenta y levantarte en peso. Va gente ilustre –entre los clientes de aquel día se encontraban el constructor Enric Reyna y el profesor del IESE Pedro Nueno-- con bolsillo generoso y a la que quizá no importe que el simpático maître les engatuse con una sonrisa y dos ocurrencias, ni que el servicio sea lento y descuidado.

¿Es eso lo que fomenta nuestro ayuntamiento? ¿Que desistamos de visitar Ciutat Vella y alimentemos los negocios de Sant Gervasi? Con esa política no hace falta que prohíba la construcción de hoteles en el distrito; excepto los que no puedan, los demás huiremos de la zona.