Me acabo de enterar (no puede uno estar en todo) de que Barcelona cuenta también con un Defensor del Pueblo -síndic de greuges de Barcelona- que fue nombrado el año pasado y se mantendrá en activo hasta el 2026. Atiende por David Bondia, nació en 1969 en nuestra querida ciudad, es padre de familia, da clases de Derecho Internacional y de Relaciones Internacionales en la universidad de Barcelona, preside (o ha presidido, no me ha quedado muy claro) el Instituto de Derechos Humanos de Cataluña y es próximo a los comunes de Ada Colau, además de independentista, como podrá comprobar cualquiera que revise su Twitter y se encuentre con sus comentarios comprensivos hacia los CDR. No son unos mimbres como para echar cohetes, pero sí muy adecuados para medrar en nuestra ciudad si la alcaldesa es Ada Colau o alguien de su cuerda. Si me he enterado de su existencia es gracias a la brillante idea que ha tenido el hombre de proponer la creación de un botellódromo en el que nuestros jóvenes puedan reunirse en masa a beber sin tasa y causando las menores molestias a los vecinos (algo que ya se intentó en diferentes lugares de Andalucía y que acabó como el rosario de la aurora en todos, pero eso no parece quitarle el sueño al señor Bondia, aparentemente convencido de que beber en la calle es un derecho constitucional, y que si no lo es, debería serlo).

En mi condición de momia del régimen del 78, lo del botellódromo se me antoja una idea de bombero, pero también es verdad que si crees en los derechos de los CDR ya puedes creer en cualquier cosa, incluida la embriaguez juvenil masiva en encuentros a lo Woodstock, pero sin más música que la que salga de los ghetto blasters del personal. De hecho, el derecho a pimplar en público y acompañado por miles de desconocidos es equivalente al que asiste a los grafiteros que recurren a la coartada artística para enguarrar las paredes de la ciudad: inexistente. Para beber y pintar, hace años que se inventaron, respectivamente, los bares y los lienzos. Pero aceptemos pulpo como animal de compañía y admitamos que 5.000 adolescentes tienen derecho a concentrarse en un espacio público a beber cerveza caliente, gritar, hacer el ganso y, básicamente socializar, que el covid los ha tratado muy mal y tienen derecho a desfogarse. La excusa que suele aducirse es que bares y discotecas cargan mucho los precios, impidiendo así el acceso a la torrija constitucional al que tiene derecho nuestra juventud. Sobre el molesto gregarismo que implican esas concentraciones (¿nadie se pregunta qué tiene que ver con esos 5.000
sujetos que le rodean?), ni una palabra. Hay incluso quien las defiende como freno al elitismo practicado por bares y discotecas con su desquiciada política de precios.

Además de ser una momia del régimen del 78, también soy un ex dipsómano que no tiene nada en contra de la ingesta etílica, pues la practiqué con vehemencia durante un montón de años. De hecho, mi juventud coincidió con la reivindicación del alcohol a cargo de una generación que se había distinguido más hasta entonces por el consumo de drogas blandas y que consideraba la priva una cosa de viejos. Como el hachís siempre me había dado sueño y proporcionado pesadillas y dolores de cabeza (aparte de convertirme en alguien muy parecido a Jeff Bridges en El gran Lebowski), me arrojé a los cócteles de cabeza, y me hicieron muy feliz durante mucho tiempo (hasta que empezaron a tomar el mando y tuve que ponerlos en su sitio). En aquella época ya se daban incipientes botellones, pero ni a mí ni a mis amigos se nos ocurría frecuentarlos porque estábamos más a gusto al calor del amor en un bar, como decían los de Gabinete Caligari. Sí, se me iba una cantidad notable de mi exigua soldada en el underground apoquinando en el Gimlet o en el Zigzag, pero me gustaban las bebidas con hielo, disfrutarlas a cubierto y escuchar (a veces) buena música. Y, sobre todo, me gustaba beber con los amigos, no con una masa informe de desconocidos.

Ni como ex beodo ni como representante del régimen del 78 soy capaz de verle la gracia a los botellones. Y detecto una actitud progre- paternalista en nuestro ayuntamiento a la hora de buscar espacios para la creación de botellódromos. Es más, si queda algo parecido a la rebeldía juvenil,algo me dice que el recinto que defiende el señor Bondia será convenientemente esquivado por los juerguistas adolescentes al aire libre. Tengo la impresión de que el señor Bondia se está metiendo donde no le llaman, una práctica muy común entre los comunes, siempre dispuestos a salvarnos de nosotros mismos y hasta a indicarnos donde debemos reunirnos para beber. El ejemplo andaluz es muy indicativo de a dónde puede conducir el botellódromo del señor Bondia, pero estoy seguro de que, caso de llevarse a cabo, estará situado a una prudente distancia de su domicilio.