En su reciente artículo La tenue democracia de los comunes, Jordi Subirana sostiene que a Barcelona en Comú la democracia y la participación “sólo les interesan si el viento sopla a su favor”. Y cita como ejemplos la falta de respeto a la voluntad popular que votó contra el tranvía pero Colau impone el tranvía. O la retirada de la losa de la ronda de Sant Antoni, donde la matriarca en decadencia no respeta a la mayoría de concejales ni a comerciantes y vecinos que se oponen a su próximo crimen de leso urbanismo. “Porque un partido como éste, que presume de ser el más participativo de todos, no acata una mayoría clara del pleno”, argumentaba.  No obstante, la buena fe de Subirana y su esperanza en la posibilidad de mejorar Barcelona, a pesar del presente consistorio, no contemplan que comunes y democracia son términos antagónicos e incompatibles.

La brigadilla de guardaespaldas de Colau, que dirige su esposo y que ha investigado y retratado A. Fernández en este diario, son como aquellos fascistas que se hacen llamar antifascistas y que ya vaticinó Winston Churchill. Un grupúsculo de conspiradores, antisistema, populistas y arribistas surgidos de la caverna que se hace llamar Observatorio y otros abrevaderos de la sopa boba. Son aquellos falsos demócratas que cuando les duele un dedo sólo saben dictar una ley que ordene amputar los brazos de los demás. Los que dictan normas y ordenanzas para los otros, pero llenas de excepciones beneficiosas sólo para ellos. Y con un concepto de la ética que babosean y mastican como un chicle que se estira o acorta según su conveniencia. Un machihembrado de déspotas de salón y de pirómanos de barricada que suman las tres ignorancias que decía el filósofo y moralista Françoise de La Rochefoucauld: no saben lo que deberían saber, saben mal lo que saben, y saben lo que no deberían saber.

Como su estupidez es invasiva y su diligencia nula, empujan la ciudad a la depresión psicológica, ambiental y económica, y no se divisa una alternancia democrática capaz de resolver los problemas de Barcelona. El recuerdo de ocasiones perdidas es alargado: la ampliación del aeropuerto, la fuga de inversores y hoteles de prestigio, la subsede de la Agencia Europea de Meteorología, la sede de la Agencia Europea del Medicamento, el actual ridículo que se empeña en que los próximos juegos de invierno lleven el nombre de Barcelona cuando Colau hizo retirar hasta la pista de hielo que se instalaba en la plaza de Catalunya en Navidad, el aviso de marcharse del Primavera Sound, el adiós para siempre de Volkswagen… Y si algún proyecto atractivo, ilusionante y prestigioso sale bien, es gracias a la sociedad civil y a la iniciativa privada, siempre menospreciadas por esta nueva casta dominante de sub-mediocres integrales. Sus presuntas asambleas y entidades amigas no son espacios donde se debate democráticamente, sino reductos de un absolutismo populachero desde donde imponen sus edictos con barniz de representatividad. ¿Demo… qué?, pregunta Colau, clavando sus pupilas esquivas en los ojos de la disidencia. Democracia, alcaldesa, democracia.