A partir del 1 de septiembre próximo las motos que aparquen en las aceras de París y Palma de Mallorca deberán pagar por ello. No es la mejor solución para los peatones, pero es menos mala que la permisividad actual que impera en Barcelona. Un estudio de las entidades Barcelona Camina y Eixample Respira ofrece unos datos impresionantes: una media de 90.000 motocicletas aparca diariamente mal en Barcelona. Sobre todo, en las aceras. A veces se multa a sus propietarios. El informe recoge la cifra de las multas cobradas en 2019: 14.600. Para darlo en porcentajes: se multó al 0,01% de los infractores. La cosa está clara: sale más barato aparcar donde a uno le plazca que hacerlo bien. Porque estas cifras conviene valorarlas junto a otros datos: en el 30% de los casos había plazas libres a menos de cien metros. Y otro dato: entre los que aparcaron mal, el 84% lo hizo sobre la acera, mientras que las infracciones en calzada fueron el 3%. Las motos compartidas suponen sólo el 3,8% de las irregularidades. Si se prefiere, son las motos con propietario las que vulneran la ley un día sí y otro también.
Para decirlo pronto: el primer incívico es el que aparca mal. El segundo, el consistorio que lo consiente. Al primero es difícil pedirle cuentas, aunque se le podría multar para que desistiese; al segundo hay que exigirle que cumpla las leyes, todas, igual que él exige a los barceloneses que paguen las tasas y tributos correspondientes.
El problema es que la infracción de las normas, en Barcelona, sale gratis con demasiada frecuencia. Hay una cierta izquierda que ha llegado a creer que las leyes son mecanismos represivos. Algunas sí lo son, pero no todas. Las hay que regulan derechos, por ejemplo, el derecho de las personas a caminar sin obstáculos. O si se prefiere considerarlo desde una óptica de competencia capitalista: los propietarios de talleres que utilizan la acera como una extensión de su negocio hacen competencia desleal a los que procuran disponer del espacio que necesitan y pagan por ello. Dada la densidad de motos mal aparcadas ante los talleres y que se sabe que están siempre en el mismo sitio, no se comprende que no pase cada día por allí un urbano a ganarse el sueldo. Salvo que, por los motivos que sea, alguien haya decidido que estos empresarios tienen licencia para delinquir, pero que no la tienen los que ocupan la calle para poner las mesas de un negocio de hostelería.
Hace muy pocos días que las asociaciones de ciclistas de Barcelona se quejaron también de las dificultades que supone para este colectivo compaginar el espacio con los patinetes. Añadieron que muchos de ellos son eléctricos y circulan a altas velocidades, muy por encima de lo permitido. Y tienen razón. El carril bici es pasto de patinetes, tambien de motos, y si no está segregado hasta sirve de zona de carga y descarga. Les faltó añadir que, para evitar el problema, muchos conductores de bicicletas utilizan las aceras para circular. Y que su velocidad, también en muchas ocasiones parece competir con la de los patinetes.
Hace unos años una cadena de supermercados se anunciaba sugiriendo que eran muy céntricos y se podía hacer la compra con una moto, lo que permitía ir de puerta a puerta. La imagen que acompañaba al anuncio era, claro, una infracción. El consistorio socialista (en época de Trias Barcelona era una ciudad sin ley ni proyecto, dicho sea para los que busquen precisamente eso, en el caso de que se presente) hizo saber al supermercado que aquello pasaba de castaño oscuro y que la Guardia Urbana podía ser muy rigurosa con sus furgonetas de reparto. La publicidad desapareció de inmediato. Lo que no ha desaparecido es el vicio de creer que la acera es del primero que llega, aunque vaya en una máquina que, como señala el informe de Barcelona Camina, es una de las principales productoras de dos contaminantes muy molestos: los gases nocivos y el ruido. Pero, si bien se mira, hay motoristas que compran la moto más por el ruido que por su utilidad. He oído a una feminista partidaria de la movilidad racional sostener que hay una relación inversamente proporcional entre el tamaño de los atributos masculinos de un motorista y el ruido de su máquina. Sigo esperando, con todo, saber qué ocurre si quien conduce la fábrica de decibelios es una mujer.