No cabe ninguna duda de que Barcelona es una ciudad mediterránea, en la que el clima viene dado por esta condición. Un clima templado que atrae a millones de turistas que vienen de otros lugares del mundo, fascinados por todo lo que ofrece la capital catalana y que facilita, en muchas ocasiones, hacer vida en la calle. Su particular clima ha hecho que esta ciudad esté plagada de terrazas de bares y restaurantes, una característica celebrada por muchos ciudadanos.

Las ciudades mediterráneas son las que presentan un mayor índice de implantación de terrazas en sus calles, por lo que han contribuido a formar parte de la identidad urbana de la ciudad. Parece ser que las terrazas ubicadas en espacios públicos han existido desde la edad media, pero en la actualidad están produciendo desasosiego y múltiples quejas de aquellos vecinos que habitan en sus proximidades. El buen clima ha fomentado poder estar en el exterior, y con el creciente número de turistas se ha producido un considerable aumento de dichos espacios.

Estos espacios exteriores han supuesto en algunos casos molestias al vecindario, al entrar en conflicto con el descanso de los mismos. El ruido que se produce por la utilización de muchas de las terrazas ha derivado en un enfrentamiento entre vecinos y restauradores. En algunas calles de la ciudad, como la calle de Enric Granados, la avenida de Gaudí o diferentes plazas del barrio de Gràcia, se constata una saturación de la gran cantidad de terrazas dispuestas una al lado de otra. Muchos de los ejes principales de la ciudad se convierten en un escenario de masificación y estruendo, cosa que no tendría que llegar a ser con un estricto cumplimiento de la regulación del ruido en estos espacios. Por poner un ejemplo, en algunas calles, el número de sillas existentes en el exterior supera al de vecinos empadronados en esta misma calle. Una situación, como mínimo, rocambolesca.

La disyuntiva aparece entre mantener la actividad económica de la hostelería, que tanto ha sufrido durante la pandemia, y garantizar el justo descanso de los vecinos. La Organización Mundial de la Salud (OMS) determina que el nivel sonoro máximo para el descanso no tiene que superar los 30 decibelios, aunque en ocasiones se acercan a los 90. Se tiene que poner límite al ruido en aras de la convivencia, porque la ciudad es de sus ciudadanos. El Ayuntamiento, mediante la regulación de las terrazas, tiene la obligación de hacer cumplir unas ordenanzas que garanticen la convivencia. El ruido provocado por los clientes de estas terrazas es una responsabilidad de todos, y en primera instancia del restaurador, que tiene que velar para que ello no ocurra. Un problema en general educacional, porque la cortesía y la urbanidad se hacen, en estos casos, extraordinariamente necesarios. El bien sabido arte de no molestar siempre ha venido representado por evitar la realización de todas aquellas conductas a sabiendas de que se está molestando. Disfrutar de las terrazas al aire libre es un privilegio, pero como espacio de comodidad y de interrelación social siempre tendrá que venir acompañado del respeto de todos nosotros para el merecido descanso de los vecinos.