No hace mucho, una amiga me enseñó un retrato de cuando tenía dieciocho años. Qué guapa era, y qué guapa es, aunque la belleza ahora es otra. La arrogancia de la juventud, que se permite contemplarnos con sorna desde el pasado, se ha convertido en una mirada inteligente; si la primera engullía las novedades con afición, la segunda sabe apreciar aquellas que son importantes. Esa amiga que digo me preguntó: «¿Qué crees que diría mi yo de entonces a mi yo de ahora». También podríamos preguntar qué le diríamos a ese joven confuso y timorato que fui yo con mis dieciocho años recién cumplidos. Quién sabe.
Una vez, una psicóloga me preguntó qué cambiaría de mi pasado si tuviera la oportunidad de volver atrás y no le gustó que le respondiera que no cambiaría nada. A partir del más pequeño cambio se hubiera abierto ante mí la incertidumbre y el azar y una vez más perdería el dominio de mi vida, si es que alguna vez lo tuve, y para eso, con lo que me ha costado, prefiero aceptarme como soy. Cuando Nietzsche habló del eterno retorno, habló de cómo debemos vivir (aceptar) nuestra vida: como si fuera a repetirse idéntica, infinitas veces, con esa mirada socarrona y llena de vida del pasado, con la mirada serena y escéptica del presente.
Qué proyectos tenía aquella niña de dieciocho años en la cabeza, qué proyectos tenía yo a su edad. Quién sabe. Algunos sobreviven en forma de relato y se adaptan a una narración mutante, que se alimenta del paso de los años. Otros, más tímidos, quedan ocultos en la desmemoria. Cuántos planes fueron castillos en el aire, cuantas nubes cimentaron nuestros anhelos, cuán etéreos son los cimientos de nuestra vida.
Ocurre algo parecido con una ciudad. Cómo era la Barcelona de mis dieciocho años, la de sus dieciocho años, la de los dieciocho años de quien me lea. Esa Barcelona comparte con nuestro joven yo la arrogante adolescencia y esas ganas de comerse el mundo, pero también la sabia y aparente indiferencia de quien ha visto de todo y comienza a conocer el porqué de las cosas. Es joven y decrépita. La ciudad que fue, la ciudad que es, la que será son una mezcla caótica de un «nosotros» colectivo que nada tiene que ver con naciones e ideologías, sino con la calle llena de gentes, los viajes en autobús, los paseos del fin de semana o el paisaje desde el balcón. Contemplándola, viene a la memoria el río de Heráclito: todo fluye, nada permanece y todo sigue igual.
Si hoy es domingo, es un día especial. Hay elecciones. Las hay para que el príncipe de Salina que está dentro de nosotros mismos afirme, abrumado por los años y la experiencia, que todo cambia para seguir igual, y para que nuestra ambición juvenil de Tancredi y Angélica, la de ponerlo todo patas arriba para arramblar con todo, pueda ser satisfecha. Siempre habrá una Concetta en nosotros, que se abrazará a un pasado que quisiéramos intacto y creemos perfecto, aunque nunca existió ni permaneció, y no faltarán los tientos con el don Calogero que acecha en nuestro interior, que pretende abrazar lo nuevo para disimular lo viejo y no duda en hacer trampas, si conviene. Si me preguntan quiénes son el príncipe Salina y compañía, mejor léanse «El Gatopardo», de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, y me lo agradecerán, porque es uno de los mejores libros escritos en el siglo xx.
Si están a tiempo, salgan a dar una vuelta. Conózcanse a través de la ciudad que vean sus ojos. Vayan a otro barrio, échense un paseo. Contemplen la ciudad desde las alturas de Montjuic, el Carmel o el Tibidabo, o asomen sus narices al mar. No digo que vayan a un parque, porque no hay muchos, ni que se suban al tranvía, porque está inacabado, como todo en esta ciudad, tan falta de todo, tan incompleta, como es natural.