En 1979 se celebraron en España las primeras elecciones libres tras la dictadura. La política entonces lo abarcaba todo, porque el futuro tendría que revisar muchas cosas que hoy parecen de cajón. Por ejemplo, el derecho al divorcio, que no estaba reconocido. Y otros asuntos más controvertidos, relacionados con derechos individuales: la legalización del aborto, la despenalización de ciertas conductas, entre ellas, la homosexualidad. Los homosexuales habían sido especialmente maltratados por el franquismo, aplicándoseles una ley llamada de “vagos y maleantes”. Toda una declaración de principios. En un mitin sobre estos asuntos participaban representantes de diversos partidos y también un militante del Frente de Liberación Gay. La sopa de letras hoy conocida (de momento) como LGTBIQ+ ni siquiera se intuía que pudiera llegar a existir. En el mitin, el representante de ese frente explicó que estaba demostrado que todos los individuos son homosexuales. Si no lo admiten es por prejuicios socioculturales. A medida que iba desgranando esta teoría, un hombre ya mayor, con pinta de militante de Comisiones Obreras, se iba poniendo rojo. De pronto gritó: “¡Usted me está llamando maricón!” Y se abalanzó hacia el ponente con intenciones nada amistosas.

Era, sin duda, una actitud homófoba. Aún hoy se da, aunque es de esperar que cada vez menos. Pero la posición del militante homosexual era, claramente, heterófoba. Y esto segundo no siempre es tenido en cuenta.

Los gays han sido víctimas de unos valores dominados por la cultura cristiana y apoyados por unos políticos que, en general, comulgaban con ella. Perseguidos con saña, incluso por gente que se esforzaba en esconder su propia orientación sexual. Pero ser víctima no convierte a nadie en conocedor de las verdades absolutas. Puede ser objeto de empatía y hasta exigir reparación, pero de ahí a proponer que la humanidad entera es homosexual va un mundo.

Lo mismo vale para las víctimas del terrorismo, que pretendieron erigirse en oráculos legislativos.

En aquellos años, los homosexuales reclamaban el derecho a no ser discriminados: la igualdad. Luego vino esa historia del orgullo gay y hasta juegos olímpicos en los que se segregaban a sí mismos. ¡Son muy libres! 

Ahora un sector del movimiento LGTBIQ+ ha ido un poco más lejos y ha decidido que su condición de minoría en algún momento perseguida le da patente de corso para imponer criterios a los demás sobre el valor de las opiniones y las personas. Tras la decisión del Ayuntamiento de Barcelona de designar a la escritora Najat El Hachmi como pregonera de las fiestas de la Mercè, han anunciado que no merece tal distinción porque no asume al ciento por ciento sus ideas. Ni siquiera, han insinuado, puede ser considerada feminista. Pues es sabido que la patente del feminismo es exclusiva de Irene Montero y sus asesores jurídicos.

Lo grueso es que Najat El Hachmi lo que ha manifestado es una cantidad notable de dudas sobre algunos aspectos de la ley Trans. Entre otras, que se conceda al personal el derecho a cambiar de género bajo palabra de honor, sin más.

También se la acusa de islamófoba por haber recriminado a diversas dirigentes de la izquierda oficial su participación en un acto público junto a una mahometana con velo, al que ve como un símbolo de la opresión de la mujer en los países islámicos. ¡Cómo si no lo fuera! Y quien tenga dudas, que mire a Afganistán, a Irán o, si lo prefiere, a Marruecos, país de nacimiento de la escritora, afincada posteriormente en Cataluña.

Y todo eso se proclama sin aludir para nada al hecho de que la festividad en cuestión coincida con la de una celebración católica. Una religión que, como la mahometana, subordina a la mujer. Por no hablar del asunto ése de las vírgenes (como la Mercè), puro instrumento para la llegada del hijo, al que paren sin haber conocido varón; algo perfectamente racional, ajustado a las últimas aportaciones de la biología. 

Claro que siempre cabe añadir una letra más al sopicaldo, para incluir una referencia a las hembras que generan hijos sin más aportación que la de un mensajero del Espíritu Santo. Una evidente minoría sexual. A partir de ahí, el movimiento LGTBIQ+ podrá exigir, junto a los Abogados Cristianos -esos que persiguen a la revista Mongolia y a quien haga falta-, que nadie discrepe de nada, que nadie cuestione nada. Mejor gente que no piense y acepte las consignas. Para el resto, lo que se propone para Najat El Hachmi. Por si alguien no lo sabe: se llama censura.