Los vecinos de la finca situada en la calle Caponata número 6, en el barrio barcelonés de Sarrià, no quieren que se recuerde que allí vivió Gabriel García Márquez. Bueno, en realidad sólo una pequeña parte, pero suficiente, rechaza colocar en el edificio una placa que diga que fue residencia del autor de Cien años de soledad. Nada evoca tampoco
en otra casa de la calle Osi que allí pasó un tiempo Mario Vargas Llosa.

Los esfuerzos por poner el nombre de Carme Balcells a una calle han caído sistemáticamente en saco roto, igual que el intento de recordarla en el edificio de la avenida de la Diagonal donde instaló la sede de la agencia literaria española más internacional. Muy cerca de ahí hay una callecita que va de Balmes a Vía Augusta: Conde de Salvatierra. En su día algunos aficionados a la filosofía -mala cosa esa de pensar- sugirieron a los poderes municipales la posibilidad de cambiarlo por el de Eugenio Trías, el único filósofo barcelonés (y español) que ha ganado el premio Nietzsche y que pasó sus últimos años en esa calle. Nuevo fracaso. También naufragó el proyecto de instalar una placa en el 527 de Diagonal recordando a otro filósofo, Manuel Sacristán. ¡Cosas veredes, o no!

Con Sacristán el consistorio barcelonés tuvo un arranque de lucidez y asumió que los edificios son propiedad de sus dueños, pero la calle es de todos y sobre ella tiene cierta potestad el ayuntamiento, de modo que puso una placa recordatoria en un parterre, justo delante del bloque donde vivió el filósofo. Algunas veces, los vándalos (con v, como Vox) visitan el lugar y la destrozan, tal vez convencidos de que el pensamiento, sólo con nombrarlo, se contagia. De momento el consistorio ha renovado siempre la inscripción. Quizás en la decisión de recordar a Sacristán tuviera algo que ver que, en aquellos tiempos, Iniciativa per Catalunya, heredera del PSUC (el partido desde el que luchó contra la dictadura) formaba parte del gobierno municipal. En el resto de casos, en cambio, ha faltado un valedor con fuerza suficiente. ¿Será que no ha habido concejales letraheridos o con tendencia a la funesta manía de pensar?

En el caso de Sacristán consta que la propiedad del edificio rechazó la placa por la militancia de izquierdas del filósofo. En el de Trías tal vez pese que, aunque barcelonés de nacimiento, escribía en castellano.

La lectura de la crónica que firmaba Albert Martínez en la edición de Metrópoli del pasado 9 de agosto es muy ilustrativa. Se atribuía el silencio sobre Vargas Llosa a sus ideas derechistas. Curiosamente, la calle donde vivía (Osi) recuerda a un obispo -¿de izquierdas?- que se caracterizó por su afinidad con el poder del emperador Constantino y por la persecución a los donatistas, miembros de una iglesia en el norte de África que rechazaba el uso unificador del latín, dictado por Roma, y defendía el empleo de una lengua púnica.

Uno de los vecinos de García Márquez que se opone a instalar la placa aduce que él le decía bon dia -no buenos días- y el escritor no le devolvía el saludo, señal de una supuesta mala educación que desmiente el testimonio de otra vecina.

En cualquier caso, el debate es más amplio: ¿a un escritor se le lee por sus opiniones sobre política u otros asuntos o por su obra? Borges defendió el imperialismo de los Estados Unidos. ¿Reduce eso la calidad de sus textos?

Ramón Sénder, anarquista y escritor, tiene un libro precioso, Tres historias de amor y una teoría, en el que narra lo que hoy se podría calificar como el “machismo” de Balzac, puesto de relieve en su correspondencia con la señora Hanska, una noble polaca a la que cortejaba. Al tiempo, muestra su propio machismo en diversas consideraciones sobre la mujer. Eran otros tiempos, aunque algunos se empeñen en interpretar el pasado con valores del presente. ¿Hay que condenarlos a los dos?

Se abre paso una duda: ¿habrá algún tipo de relación entre el ninguneo a estos autores y el hecho de que escribieran en castellano? Porque en Barcelona hay quien cree que el uso del castellano es epidémico, de ahí que tampoco haya prosperado la evocación de la obra de Carme Balcells. Una mujer que hizo por la proyección internacional de Barcelona mucho más de lo que puedan hacer aquellos cuyo nombre sólo se recuerda porque figura en el registro de la propiedad.

Seguro que no es lo más urgente que debe abordar Jaume Collboni, pero bien estará que lo tenga en cuenta. Alemania puede servir de modelo: las aceras están llenas de placas que recuerdan que allí vivió alguien represaliado durante la época nazi. Las aceras, ese espacio sobre el que decide el Ayuntamiento.