Los conservadores quieren conservar el pasado a toda costa. Cualquier innovación les parece una agresión. Si por ellos fuera, ni antibióticos habría. Después de todo, si la gente se muere es porque Dios lo quiere y el hombre no es quien para enmendarle la plana. Salvo, claro está, que algunas variaciones sirvan para hacer un buen negocio. En ese caso, las novedades son siempre bienvenidas. A veces esas novedades acaban desfigurando el original hasta el punto que del pasado ya sólo queda el nombre. Es lo que ocurre con las fiestas de Gràcia y, en menor medida, Sants. En origen eran punto de encuentro de la vecindad, tiempo de estrechar relaciones y aumentar conocimientos, celebración conjunta. Una comida, un baile, algunos juegos. De eso no queda nada. Se siguen llamando fiestas del barrio, pero han sido deglutidas por el capitalismo más especulativo y entregadas al turismo y al lucro de unos cuantos. En unas y en otras hay más gente de fuera que residentes. Lo que se fomenta no es la convivencia, sino el gasto, preferentemente en alcohol, y el beneficio de quienes lo venden.

Así las cosas, las aportaciones de dinero público están de más. Que la financiación corra a cargo de quienes hacen el negocio.

El bullicio que se monta es tan desmedido que algunos vecinos optan por largarse y pasar los días en otro lugar: un hotel, la vivienda de amigos y familiares o, como decía el otro día un graciense en carta escrita a un diario, en el coche, al no poder pagarse un alojamiento ni tampoco dormir en casa. Porque, para bien o para mal, hay gente que vive en las calles de la fiesta y tiene que trabajar al día siguiente. ¡Qué ocurrencia!

Que cabe otro tipo de fiesta resulta evidente en el caso de las dos que siguen a Gràcia y Sants: Sarrià y Les Corts, mucho más locales y pacíficas. Y es que, aunque parezca mentira, se puede hacer fiesta sin atronar ruidosamente al vecindario hasta las tantas como hacen, por ejemplo, algunos de los conciertos organizados por el propio Ayuntamiento en la zona de Fòrum. Quizás haya quien no lo sepa, pero una guitarra eléctrica y una batería suenan igual a las cuatro de la tarde que a las cuatro de la madrugada. Otro asunto es el volumen de los altavoces, pero ahí la guerra está perdida. Ha acabado cuajando la idea de que sin ruido no hay fiesta que valga. Más aún: la fiesta está directamente relacionada con el volumen del sonido que se emita.

Para colmo, son estos tiempos de zafiedad. El caso Rubiales, ese señor que se toca en público los pelendegues y luego, sin lavarse las manos, pilla por los hombros a la reina o morrea a una jugadora, no es una excepción. En el momento de escribir estas líneas, el Barça no ha protestado por la agresión a una de sus jugadoras. Se comprende, el presidente del club, Joan Laporta, tiene en su historial la ordinariez de haberse bajado los pantalones y enseñar el culo en un control aeroportuario. 

Estos comportamientos groseros se van generalizando y, cuando se bebe más de lo soportable, se multiplican. Pasa especialmente en las fiestas, las privadas (en ese caso, allá cada cual) y las públicas. De ahí que las calles de Sants y Gràcia amanezcan hechas una porquería. Como las playas tras las verbenas. Para eso sirve el espacio común: para enguarrarlo, para gritar, llenarlo de colillas y botellas vacías.

No son comportamientos específicos de Barcelona. Se dan en muchos otros sitios, pero si los políticos municipales se asomasen de vez en cuando al exterior con ánimo de mejorar las cosas, igual las cosas mejoraban. En Alemania hay el mismo porcentaje de guarros que en España, pero, en cuestión de envases, se dedican a reciclar. Cuando termina una fiesta multitudinaria, es frecuente ver a varias personas con carritos recogiendo la botellería que luego llevan a un comercio donde se les retorna la cantidad previamente cobrada como depósito. Como ocurría en España antes de descubrir que es un país tan rico que puede permitirse no lavar las botellas y destruirlas para refundirlas, con un coste real y energético mucho mayor. Un proceso que, vaya por dios, es una concesión a una empresa privada que acaba con beneficios.

Este proceso de recuperación contribuye, además, a aumentar el ruido de la ciudad, cada vez que alguien acude al contenedor con una bolsa de envases y cuando llega el camión que los recoge. El borromborrom que se produce puede competir perfectamente con el estruendo que generan algunos grupos y orquestinas. Ellos, sin embargo, se empeñan en llamarlo música. De ahí que los contraten, unas veces el ayuntamiento y otras una comisión de vecinos municipalmente subvencionada. Todo sea por el ruido. 

Que no decaiga. Es la fiesta de siempre y hay que conservarla. En alcohol.