Han pasado la noche de Halloween y el Día de Todos los Santos y he echado de menos la habitual polémica entre los admiradores de una y otra festividad, que hasta ahora era tan tradicional como la que tiene (o tenía, ya veremos) lugar cada Navidad entre los devotos de los Reyes Magos y los del gordinflón barbudo vestido de rojo que dice jo, jo, jo.  La verdad es que siempre me han parecido unas polémicas tontísimas, pues se trata de elegir tu patraña favorita. Los Reyes Magos son tan creíbles como Santa Claus, o sea, nada. Y elegir entre disfrazarse de mamarracho supuestamente aterrador o hacer como que te acuerdas de tus queridos difuntos tampoco es una disyuntiva muy estimulante que digamos (aunque los niños, lógicamente, prefieran la posible diversión que les ofrezca Halloween a visitar un cementerio). La (suave) bronca suele darse entre los guardianes de las esencias (Reyes Magos sí, Santa Claus caca) y los que se apuntan tan felices a celebraciones foráneas (¿para qué visitar un camposanto cuando puedo quedarme en casa recuperándome de la ingesta de caramelos de la víspera?).

Los más fatalistas, entre los que me incluyo, lamentan, a lo sumo, que celebremos memeces extranjeras disponiendo de nuestras propias memeces. Pero lo que se impone es el sincretismo y la acumulación: por eso los españoles en general y los barceloneses en particular aceptan sin problemas la convivencia de los magos de Oriente con el gordo del trineo y la de la castañada con los caramelos (entre inflarse a chuches o a castañas, francamente, no veo muchas diferencias). Cuanto más, mejor. O, en vernáculo, Quan mes serem, mes riurem.

Porque no se trata de sustituir una fiesta por otra, sino de acumular todas las posibles. En Barcelona llevamos años sumando comilonas a la Navidad. En teoría, no podemos celebrar la Nochebuena porque ya disfrutamos de los canelones del día de San Esteban (que ni los huelen en el resto de España). En la práctica, como casi en toda familia barcelonesa, por mucho que le pese al lazismo, siempre hay algún padre o abuelo venido de allende nuestras (inexistentes) fronteras catalanas, lo más normal es empapuzarse tres veces seguidas, en Nochebuena, Navidad y San Esteban. Y salga el sol por Antequera.

Conceptualmente, nuestras fiestas no resisten el más mínimo análisis. En Navidad celebramos el nacimiento de Cristo comiendo como cerdos, y en Semana Santa lamentamos su crucifixión yéndonos a la playa y poniéndonos morados de sangría. Para visitar a nuestros queridos muertos hay que llevarnos prácticamente a rastras, creando un día obligado de visita porque si no, el resto del año no se acerca al nicho de turno ni Dios (es como lo de Sant Jordi, cuando hay que recordarles a los barceloneses que le regalen una rosa a la parienta, porque la idea no surge motu propio ningún otro día del año que no sea el 23 de abril). Somos gregarios hasta en lo que sentimos o se supone que debemos sentir. Tergiversamos las fiestas en nuestro beneficio, usualmente tripero, y nos quedamos tan anchos. Nos da lo mismo que nazca el Salvador o que lo ejecuten. Tragamos castañas y caramelos sin hacer distingos conceptuales. Vamos al cementerio a ponerle flores al abuelito cuando nos lo dicen. Nos disfrazamos de vampiro y, ya puestos, pillamos una buena tajada.

¿Me parece mal este sindiós? ¡En absoluto! ¿Para qué elegir cuando podemos acumular oportunidades de cebarnos y hacer el ganso? Las polémicas entre acaparadores de costumbres y guardianes de las esencias están pasando a la historia. Afortunadamente, pues ya lo dice el refrán: el muerto al hoyo y el vivo al bollo.