Entre 1300 y 1350, las ordenanzas municipales de Barcelona son un no parar de normas de higiene y limpieza de la ciudad. Tratan sobre basureros, limpieza de calles y plazas, instrucciones detalladas para evitar la contaminación del agua potable, normas específicas para diversos oficios artesanos, etcétera. En fecha tan temprana como 1301, el conde de Barcelona y rey de Aragón Jaime II adjudicó la limpieza de calles, plazas y cloacas a los probos homines. Este latinajo podría traducirse como buenos hombres. Ellos y el alcalde eran responsables de la limpieza de la vía pública. Indicaban a los maestros de obras dónde tenían que desaguar las viviendas y los comercios, por ejemplo, pero también multaban a los desaprensivos que tiraban basura a la calle sin permiso.


Naturalmente, algunos se pasaron las normas por el forro. Por ejemplo, el gremio de los carniceros, lo que obligó, en 1339, a crear la figura del mostassaf, autorizada por el entonces rey de Aragón Pedro IV. Esta figura ya existía en otras ciudades de la Corona de Aragón y en Castilla se conocía como almotacén. Venía a ser un inspector sanitario, que vigilaba que no se expusiera la casquería en la calle, por ejemplo. La normativa sobre carnicerías era entonces muy estricta y tendría muchos puntos en común con la actualmente vigente.


Tenemos, es verdad, una idea muy errónea sobre la higiene y la limpieza en la Edad Media. Entre las películas y los cuentos de viejas que contaban en el Renacimiento o la Ilustración, nos imaginamos una cosa asquerosamente sucia y de color marrón. Pues nada de eso. En «El olor de la Edad Media» (que publica Ático de los Libros), Javier Traité y Consuelo Sanz de Bremond nos hablan rigurosa y extensamente sobre salud e higiene en la Europa medieval. La historia de los probos homines y de los problemas que daba el gremio de carniceros salen de una de las páginas de este libro, que marca un antes y un después sobre este asunto, pues desmiente muchos bulos y falsedades e ilumina el camino para quien quiera seguir buscando.


Resulta curioso, hasta enternecedor, comprobar que los barceloneses de la Edad Media eran tan sucios o tan limpios como nosotros. Tenían los mismos problemas y un número de sinvergüenzas per cápita semejante. Creo que en esto último los autores de este ensayo estarán de acuerdo conmigo, ¿verdad?


Ahora bien, nosotros no tenemos que lidiar con el estiercol en las calles, pero sí con los automóviles. No pisamos la plasta de una vaca que pasaba por ahí, pero respiramos la porquería que sale por los tubos de escape de tantos vehículos a motor. La cantidad de mierda y basura que genera un barcelonés del siglo XXI supera con creces la que generaban nuestros antepasados del siglo XIV. Lo que es peor, mientras la reutilización y el reciclaje eran la norma de las sociedades medievales, la nuestra es una sociedad de usar y tirar.


A ojo, cada barcelonés genera seis veces su propio peso en basura al año. Han leído bien, seis veces. Alrededor de media tonelada de residuos. A eso cabe sumar el pipí y el popó de cada cual, que van cañería abajo o se depositan en esquinas y rincones oscuros las noches de juerga. La contaminación atmosférica causada por los combustibles fósiles también debería estar incluida en la ecuación; una media de 2,11 toneladas de dióxido de carbono equivalente al año por barcelonés más lo que toque de monóxido de carbono, partículas en suspensión, sulfuros y nitruros, hidrocarburos no quemados, etcétera, que hacen de Barcelona una de las ciudades con el índice de contaminación atmosférica más alto de Europa.


La industrialización nos ha metido en esto y sólo la ciencia y la técnica nos sacarán del apuro. A modo de ejemplo, existen plantas automatizadas de tratamiento de residuos que consiguen separar y recuperar fácilmente más del 80% de los residuos no orgánicos y permiten un reciclaje óptimo y a precios económicos. Pero aquí, ay, Dios, preferimos apostar por la artesanía y retroceder a la gestión de residuos de hace décadas. La recogida de basuras puerta a puerta en Sarrià o en Sant Andreu del Palomar no son un ejemplo de buena gestión, sino un problema añadido para los vecinos. Pregunten, si no, a los que tropiezan con las bolsas de la basura despanzurradas cuando salen de su casa cada mañana camino de la oficina.
Luego, que si en la Edad Media eran guarros, no como ahora.