Los nuevos nombres de espacios públicos de Barcelona rinden culto a la historia y a su peso en el presente. Y no solo porque uno de los recordados con una calle sea el historiador Josep Fontana. De hecho, el resto de nombres procede también (la ley no permite otra cosa) del pasado, pero confirman que algunos hechos emblemáticos en la transformación de la ciudad son menos de hoy que de la memoria. Por ejemplo, los Juegos de 1992.
Cuando se produjo el 50 aniversario de la capuchinada, el editor Xavier Folch, que había participado en ella siendo muy joven, recordaba la veneración que despertaba entre los estudiantes una figura como la de Jordi Rubió. Y añadía: “Tenía la misma edad que yo tengo ahora, aunque yo no me veo tan mayor”. El tiempo se mide de forma diferente según las expectativas y los recuerdos. De los Juegos hace más de un cuarto de siglo; apenas nada para la ciudad, mucha vida para cualquier individuo. Montserrat Caballé y Freddie Mercury, que darán juntos el nombre a un mirador, sobreviven por las grabaciones (y Bohemian Rhapsody, la película dedicada al cantante), los Juegos, en cambio, quedan tan lejos que la ciudad ya ha llegado a pensar en otros, en este caso de invierno.
Es de destacar la transversalidad ideológica de los personajes elegidos para el nomenclátor. Mandela está más allá de las adscripciones, pero Fontana militó en la izquierda y en los últimos años dio su apoyo a los Comunes, hoy fuera del gobierno municipal. Miquel Porter Moix, en cambio, fue miembro de Esquerra Republicana. Ni a uno ni a otro se les homenajea por su militancia política, sino por las aportaciones de su obra a la convivencia. En el caso de Fontana, acumulando y difundiendo el conocimiento del pasado, como instrumento de comprensión del presente y de proyección de futuro; en el caso de Porter Moix, tanto por su actividad en los Setze Jutges como por sus estudios sobre cine.
Ahora, cuando hay quien dice añorar la falsa estabilidad de la dictadura, a la vez que denuncia que el actual gobierno se ha embarcado en una deriva dictatorial, vale la pena recordar que cuando mandaba (que no gobernaba) el amigo de Vox, la censura era implacable. En el cruce de los años sesenta y setenta, Porter Moix daba la asignatura de cine en la Universidad de Barcelona y su aula era el lugar en el que muchos jóvenes pudieron ver por primera vez obras como Octubre o El Acorazado Potemkin, prohibidas ambas. Porque la derecha prohíbe. Eso sí, en nombre de la libertad. Eran años de plomo en los que el censor jefe (luego fue ministro nada menos que de Educación) se llamaba Carlos Robles Piquer. Entre sus méritos figuraba ser cuñado de Fraga. Si algún día quisiera, Gonzalo Pontón, que fue editor y amigo de Fontana, podría contar muchas anécdotas sobre la censura.
Juan Marsé explicaba que, a punto de publicarse Últimas tardes con Teresa, el Ministerio dilataba y dilataba la autorización. El escritor decidió entonces viajar a Madrid y preguntar qué impedía el visto bueno. Lo recibió el propio Robles que se había leído la novela y subrayado en rojo, lo que le parecía conflictivo. “Mire”, le dijo, “aquí escribe usted muslo y eso es un término muy erótico”. Marsé se quedó perplejo y solo atinó a decir: “Es que en castellano esa parte del cuerpo se llama así”, a lo que el cuñado de Fraga replicó. “Sí, claro, pero se puede sustituir. ¿Por qué no poner antepierna, que es menos sugerente?” Afortunadamente, hoy la libertad de expresión es un derecho. Pero no gracias a los herederos del franquismo.
El reconocimiento de los valores culturales más allá de la adscripción política tiene doble sentido en un momento en el que los gobiernos de la derecha, en connivencia íntima con la extrema derecha, andan recortando los méritos de quienes no consideran de los suyos, que, por lo visto, son casi todos toreros. En Madrid escatiman las alusiones a Almudena Grandes; en Valencia vetan el recuerdo de Vicent Andrés Estellés. Son tan rancios como aquellos independentistas que, desde su rencor y malquerencia, pretendieron eliminar de las calles de Sabadell los nombres de Quevedo o Machado. Antonio, claro. Ese mismo al que Núñez Feijóo confunde con Ismael Serrano.
¡Qué gusto pasear por una Barcelona con calles y plazas dedicadas a Josep Fontana, Manuel Vázquez Montalbán, Margarita Rivière, Mercè Rodoreda, que tanto la quisieron y promocionaron con sus obras! Aunque sea arrastrando la pena de que ellos no puedan verla.