Cualquiera que pasee por Barcelona podrá ver una considerable rotación de negocios en los locales más céntricos y la persiana bajada en otros muchos: mercerías, colmados, carnicerías, pescaderías, droguerías, ferreterías, quioscos de prensa, zapateros remendones, tintorerías, salas de cine, talleres de reparación de coches.

Hay una enorme relación de actividades que han pasado a mejor vida o se han transformado como las antiguas panaderías que ahora son hornos con barra y mesas, restaurantes baratos para el turismo de alpargata. Otras han crecido como las setas, véase el caso de las peluquerías, las ópticas, los gimnasios, las uñerías, consultorios de medicina privada de todo tipo, incluso las vinaterías.

Es el resultado de la evolución de las costumbres y de la globalización. El cuidado del cuerpo se pone de moda y llegan productos manufacturados más baratos; los sueldos también se estancan y nacen nuevos emprendedores que se enfrentan a los pesados trámites administrativos.

La cita previa se ha establecido incluso para los particulares que cuando tratan con la Administración electrónica a menudo tienen que adquirir e instalar las aplicaciones que exige el gobierno o la institución de turno, que en absoluto coinciden en sus preferencias tecnológicas. Se pueden evitar las colas y ahorrar tiempo, pero se pagan otros peajes. Son las nuevas condiciones de vida a las que el común de los mortales ha tenido que adaptarse.

Pero de pronto llega una gente que aísla ciudades enteras y centros neurálgicos con sus tractores, queman palés y neumáticos en las carreteras y lanzan graves advertencias a políticos y ciudadanos, a los que conminan a que compren sus productos por caros que sean. Todo el mundo se apresura a ofrecer promesas sin fin y a darles la razón: deberían ganar más, hacer menos papeleo y combatir con los productos de países de fuera de la Unión Europea en condiciones idénticas.

Cabría preguntarse si el resto de los empresarios y trabajadores españoles –y europeos-- no están en una situación muy parecida.

¿Cuál es la diferencia entre los agricultores y el resto del mundo? Me atrevo a sugerir dos características singulares. Aunque su actividad genera el 11,4% del empleo en España y el 9,2% del PIB, controlan el voto conservador en territorios donde, además, una papeleta vale mucho más que en las grandes ciudades y en las zonas industrializadas. Y, efectivamente, están hasta el gorro de la burocracia porque tienen esa experiencia: una de cada cuatro explotaciones españolas recibe ayudas de Bruselas, lo que les obliga a la cumplimentación del papeleo con que la UE verifica el buen destino de las subvenciones. ¿Qué porcentaje de empresas industriales o de servicios tiene esos tratos?

No sé en qué medida mantendrán las movilizaciones, pero creo que se han visto sorprendidos por la rapidez con que administraciones y partidos se han puesto de su parte. Esa victoria tan cómoda y rápida les ha animado incluso a hacer números sobre el coste de sus protestas –gasolina, neumáticos, lucro cesante--, a ver si cae la breva y se los pagamos entre todos. De momento, y a la espera de que los compromisos se hagan realidad, cierran puertos, autopistas y dios sabe qué más. “Que no s’encantin” (“que no se duerman”) dicen eufóricos en su paseo triunfal.