Se dice que el turismo interno es aquel que se realiza sin salir del mismo país en que reside el turista, sin tener que viajar a otro país. Es el quedar en verano con la familia de toda la vida, el visitar a un amigo del pueblo, el escaparse con la pareja un fin de semana, esas cosas.

Pero no me pregunten ahora qué es un turista, porque hay gente por ahí que detesta emplear esa palabra cuando sale a ver mundo. Tenemos a gente famosa muy concienciada de pacotilla con los problemas ambientales, el cambio climático, la sostenibilidad y esas cosas que no pierden el tiempo en apuntarse a un viaje al Himalaya, adentrarse en la selva del Amazonas, visitar la Patagonia o hacer una travesía en bicicleta por Mongolia para presumir de ello en las redes sociales, fotografiándose con negritos del África tropical, como decía el anuncio del Cola-Cao, o yendo a conocerse a sí mismos al subcontinente indio. Pues esa gente, con un aplomo envidiable, aseguran que ellos no son turistas, sino viajeros. ¡Ahí queda eso! Viajeros. Porque el turismo es caca y lo suyo no es turismo, sino una enriquecedora experiencia personal, un conocer otros lugares y otras culturas y tal y Pascual. Vamos, lo que es el turismo de toda la vida, pero no les digas, que se ofenden. Del impacto ambiental de sus viajes al quinto pino hablaremos otro día; ahora no hará falta entrar en detalles.

Pero hablábamos del turismo interno, ¿no es así?, y me he ido de madre. Como sabrán o imaginarán, Barcelona es un destino turístico interno, además de externo. Vienen españoles a vernos, a saber por qué, allá cada uno, y no son pocos, pues suman entre dos y tres millones de turistas al año, si nos centramos en los que vienen de turista a la ciudad de Barcelona. Los datos son los del Observatorio del Turismo en Barcelona (OTB), formado por el Ayuntamiento, la Diputación, la Cámara de Comercio y el Consorcio de Turismo de Barcelona, claro, no de Valladolid.

Según el informe de diciembre de 2023 del OTB, apenas un 1,2% de los turistas que visitan la ciudad de Barcelona son catalanes, mientras un 17,6% son españoles de otras Comunidades Autónomas. La mitad suele viajar en pareja y uno de cada cuatro, él solito; el resto, con hijos, familiares y amigos. Prácticamente, todos ellos comen o cenan en la ciudad, tres de cada cuatro van de tiendas y uno de cada tres sale de juerga por la noche. La valoración de nuestra ciudad acostumbra a ser bastante buena, por encima de un 8 sobre 10 en casi todo, excepto en el apartado «sostenibilidad», porque después de hacer el turista en Barcelona ya no se aguantan de pie, supongo.

En cambio, más del 40% de los turistas que visitan la provincia, que no la ciudad, de Barcelona son catalanes y una cuarta parte, del resto de España. La principal actividad por la que hacen el turista es la comida y la valoración del viaje es igualmente buena; la nota más baja se la lleva el transporte público, con un 8 sobre 10. En otras palabras, el turista extranjero viene a conocer la ciudad y los barceloneses, a la que tienen una oportunidad, huyen a los pueblos de los alrededores y se van a un restaurante para presumir el lunes en la oficina.

No puedo pedir peras al olmo y me quedo con las ganas de saber cuántos barceloneses, durante el fin de semana o las vacaciones, aprovechan el tiempo libre y se regalan con un paseo por la ciudad. Es decir, cuántos practican un turismo interior interior. No tan interior como largarse a buscar el yo interior al Indostán, menuda memez, pero sí interior de vecindad, que es mucho más interesante.

Un conocido que comentó una vez, y qué razón tenía, que los barceloneses no conocemos Barcelona. Apenas salimos de nuestro barrio para ir a El Corte Inglés cuando llega la Navidad; poco más. El habitante del centro no conoce la periferia y el de la periferia no quiere ni oír hablar del centro. Luego ocurre que sales a pasear por aquí o por allá y descubres que la ciudad esconde lugares e historias muy interesantes. Pero no sueles hacerlo.

Esto tiene efectos secundarios que conviene señalar. Uno de ellos, que no somos conscientes de la realidad social de nuestra propia ciudad. Tampoco lo somos de nuestro patrimonio, que va mucho más allá de Gaudí. Desconocemos lo que tenemos, lo que hay, tanto lo bueno como lo malo. Eso vale tanto para un barcelonés de a pie como para uno sentado a uno u otro lado de la plaza de Sant Jaume. Y luego pasa lo que pasa.