Pese al dicho popular al que alude el título, no es cierto que todo lo que tenga que ver con las instituciones se eterniza para desesperación de los afectados.

Lo acabamos de ver en el extraño caso de la sala Bóveda, de Barcelona, cuyo precinto había sido ordenado por la autoridad municipal después de las quejas de un vecino que compró un inmueble cercano en 2021 y solicitó el cambio de uso al propio Ayuntamiento. Mientras obtenía la autorización, algo que no todo el mundo consigue, ni mucho menos, tramitó la denuncia apelando a la normativa sobre ruidos que protege las viviendas, no las oficinas, que es lo que el denunciante había adquirido.

Los servicios municipales hicieron las mediciones desde el inmueble del denunciante y comprobaron que el ruido de los conciertos superaba lo permitido, no así el que producía su funcionamiento habitual como discoteca. No obstante, se decretó el precinto total del recinto para ayer, día 26; una orden que fue anulada in extremis.

Se puede considerar que los servicios municipales trabajaron con celeridad en este caso si lo comparamos con lo que es habitual en el incumplimiento de las ordenanzas. Cualquier barcelonés que haya sido víctima de un bar musical o de un vecino pesado sabe que es así. Sin duda, estamos ante un ciudadano afortunado.

Pero lo que más llama la atención es que la denuncia partiera de un garito que vadea la ley para hacer negocio, un negocio que los técnicos visitaban cada vez que medían los decibelios que llegaban de Bóveda.

El propietario del inmueble lo explota como coliving corporativo a través de un acuerdo con una universidad de EEUU que nadie conoce, y que ofrece alojamiento con contratos de alquiler temporal destinado a estudiantes norteamericanos. Un negocio en apariencia muy sofisticado, pero que en definitiva es idéntico al de la red de pisos que burlan la ley de vivienda imponiendo un contrato temporal en lo que debería ser un alquiler residencial sometido al tope de la renta mensual que marca la Administración.

Tanto el Ayuntamiento, como la Generalitat y el Gobierno central se han puesto manos a la obra para encontrar soluciones al drama de la vivienda. Por ejemplo, buscan desde hace tiempo cómo impedir que los propietarios especuladores aprovechen las lagunas de la normativa para eludirla. Resulta increíble que sean los propios funcionarios quienes den por buena una denuncia desde un inmueble tan polémico y que quizá no reúne las condiciones que definen qué es una vivienda porque ha cambiado de uso, pero sigue siendo un negocio. Justo contra lo que lucha el consistorio.