Me entero leyendo este diario de que el Ayuntamiento de Barcelona se ha decidido, ¡por fin!, a poner un poco de orden en el tradicional sindiós de las bicicletas y patinetes que circulan por Barcelona. Se supone que a partir del año que viene -que está al caer, por cierto-, se acabará la presencia en las aceras de dichos vehículos, que se verán condenados a circular por donde siempre deberían haberlo hecho: las calzadas. Me parece una buena noticia, pero tengo mis dudas, más que razonables, de que tan necesaria medida vaya a llegar a buen puerto. Más que nada porque llevo décadas escuchando la misma promesa, que nunca llega a hacerse realidad.
He perdido ya la cuenta de las veces que el ayuntamiento de turno ha prometido darle un respiro al peatón a base de retirar de las aceras de la ciudad a bicicletas y patinetes. Las primeras veces me lo creí, pues me gusta tener confianza en quienes nos gobiernan. Pero no tardé mucho en darme cuenta de que esa limpieza de bicis y patinetes era una promesa cíclica que nunca acababa de cumplirse. Puestos a encontrarle un motivo a dicho incumplimiento, esbocé la teoría de que el ciclista, el del patinete y hasta el skater eran para nuestros munícipes unos seres puros, adalides de la sostenibilidad, con los que había que proceder con especial tolerancia. Vamos, que, comparados con conductores de coches, motos, camiones y fregonetas, eran un ejemplo de movimiento urbano. Y que, como seres ejemplares, merecían un trato especial por parte de la administración.
De esta manera, lo de no subirse a las aceras era más una sugerencia, un desiderátum, que una obligación. ¿Para qué ponerse duros con una gente que no contamina la atmósfera y que solo aspira a compartir un espacio seguro con los peatones, esos egoístas que quieren la acera para ellos solos con la excusa de que no les apetece nada ser atropellados por ciclistas y patinadores? Es como si los peatones se hubiesen subido demasiado a la parra (además de a la acera) y fuesen tan prosaicos que hasta les molestara que los ángeles del patinete fueran escuchando música mientras hacían lo posible para esquivar como bolos a los molestos transeúntes.
Como ya tengo una edad (o dos), recuerdo perfectamente cuando empezó al amor municipal por el transporte alternativo. Fue cuando teníamos de alcalde a Pasqual Maragall -un gran chico, por otra parte-, a quien se le metió en la cabeza que había que potenciar la bicicleta como vehículo urbano. Hasta entonces, se podía contar a los ciclistas con los dedos de un pie, y solían ser considerados unos excéntricos inofensivos a los que muchos consideraban que no estaban del todo en sus cabales (también sufrían represalias hostiles en forma del robo de su vehículo: a un amigo mío tirando a hippy se la soplaron dos veces y nunca las recuperó). Aunque suene reaccionario, en los viejos tiempos las cosas estaban claras: los peatones íbamos por las aceras, los coches por las calzadas, los vehículos a motor no se subían a la acera y los transeúntes no nos bajábamos a la calzada: cada uno en su sitio y Dios en el de todos. Pero eso se acabó cuando la bicicleta se puso de moda, convenientemente promocionada por el ayuntamiento socialista.
De repente, los ciclistas se percataron de que compartir calzada con coches y autobuses podía representar un peligro para su seguridad, así que se subieron a las aceras. Poco después, lo mismo hicieron los del patinete, los patinadores y todo tipo de conductores alternativos. La acera se convirtió en un espacio que compartir entre sus legítimos usuarios y los enrollados y sostenibles intrusos. Se habló de poner orden, pero nunca llegó a ponerse. La Rambla de Catalunya y el Paseo de Gràcia se convirtieron en el hábitat natural del velocípedo. Hubo protestas. El Ayuntamiento dijo que tomaba nota, pero lo único que se hizo fue instaurar unas prohibiciones que ni se respetaban ni se sancionaban. El carácter supuestamente sagrado del ciclista (que a menudo era un energúmeno violento y con malas pulgas que no se parecía en nada a sus modelos europeos) parecía haber sido asumido por las fuerzas del orden, que lo trataban con una tolerancia digna de mejor causa.
Con el paso de los años, la cosa fue degenerando y alcanzando puntos álgidos de descontrol: pensemos en la pista de patinaje improvisada en la explanada del MACBA, y en el hecho de que hubiera que jugarse la vida para intentar ver una expedición (hace tiempo que no bajo por ahí, igual se ha puesto orden… Pero lo dudo). Cada equis tiempo, el Ayuntamiento decía que la cosa del transporte alternativo se había desmadrado y había que reconducirla. Pero nunca se hacía nada eficaz al respecto. Ahora se supone que el año que viene (que está aquí mismo, insisto) van a desaparecer bicis y patinetes de nuestras aceras. Y me encantaría creerlo, pero no puedo evitar albergar algo más que una duda razonable. ¿Y ustedes qué creen, mis sufridos peatones conciudadanos?