Cree en ti mismo, sonríe, disfruta de lo nuevo, sé amable… son algunos de los consejos zen que cuelgan de las paredes de un brunch al que por fin me atreví a entrar el otro día. Hace algunos años que pululan por Barcelona y en muchos de ellos se forman colas de turistas jóvenes. El nombre -brunch, la integración de breakfast (desayuno) y lunch (comida temprana)- podría traducirse como desayuno tardío, aunque sus horarios dan incluso para una cena temprana.
Llama la atención su enorme proliferación en las zonas turísticas, es decir, en todo el centro; y también su aspecto, porque parecen diseñados por la misma mano: sencillos, decorados con elementos que evocan la naturaleza por el uso de la madera y algunas plantas.
El local de mi estreno se llama Bloome by Sahsa, forma parte del top ten y se distingue por una vajilla hecha a mano. Lo llevan chicas muy amables, informatizadas y, aunque no parecen tener experiencia, se las ve capaces de atender el pequeño bar y la gran terraza manteniendo ambos espacios aseados. Saben hacer un té con leche, pero ésta tiene que ser de coco, de avena o de alguna de las variedades que gustan a los hispters. Tampoco tienen croissants ni ensaimadas, sino vegan brownie, apple crumble o banana bread; todo gluten free.
En nuestro país, como en el resto del mundo, los primeros abrevaderos de masas fueron las pizzerías; luego, los chinos. Tapas y platillos eran las especialidades nacionales del siguiente paso: ofertas adaptadas a los bolsillos de nuestros visitantes low cost. Después, llegaron los paninis y su evolución nostrada de La Baguetina, 365, Vivari, La Masovera y un sinfín de marcas que salpican el paisaje de la ciudad para brindar la posibilidad de matar el hambre por cuatro duros a base de combinaciones en torno a la harina, sal, aceite, azúcar, verduras y proteínas baratas.
Es evidente que si los alquileres de esos locales comerciales están a los precios actualizados de Barcelona y las facturas son baratas, para que haya ganancias la ecuación tiene que completarse con unos costes salariales muy moderados, usando incluso el convenio de panaderías en lugar del de hostelería.
Hace unos años, una joven restauradora de la Costa Brava me comentaba que el gremio había dado la voz de alarma a su alcalde por una situación que se empezaba a producir en la localidad. El ticket medio por comensal estaba bajando por el tipo de turismo que llegaba. Una mesa de cuatro personas ocupada durante más de dos horas con una cuenta de 80 euros apenas cubría los gastos de una casa como la suya.
No estaba dispuesta -decía- a transformar su local, situado frente al mar en la cala más céntrica del pueblo, en un restaurante de menús a 15 euros, que no era su modelo de negocio y que no aceptaría una reconversión forzada por el turismo barato. Lo había visto venir.