Ayuntamiento de Barcelona y Generalitat parecen haberse puesto de acuerdo en la necesidad de que el metro que parte del aeropuerto llegue al centro de Barcelona y no la rodee por el interior, como hará la línea 9 si algún día se termina. Para conseguirlo han desempolvado una propuesta de la época de Pasqual Maragall (cuando era alcalde, no en su etapa de presidente del gobierno catalán) en la que la línea 2 sigue hacia Montjuïc y la Zona Franca para enlazar con las instalaciones aeroportuarias, dando también servicio a la Fira en l’Hospitalet.
Un buen regalo de centenario, si se hace. El problema es el coste, unos mil millones de euros, pero su racionalidad es claramente superior a la faraónica línea 9 que, como han demostrado no pocos estudios, en su tramo central apenas aporta nuevos viajeros al sistema.
El proyecto volvió a estar sobre la mesa de la Autoridad del Transporte Metropolitano en la época del Tripartito, pero cayó en el olvido cuando el carlismo antibarcelonés volvió a la plaza de Sant Jaume.
Ahora que hay quien reivindica la herencia del pujolismo, conviene recordar en qué se ha beneficiado Barcelona de ella: en apenas nada. Pujol fue siempre un enemigo de la capital de Cataluña y de su área metropolitana. Desmontó la Corporación, pospuso las inversiones en la ciudad, priorizando zonas que le eran más propicias en las urnas, e impuso trazados atrabiliarios frente a la racionalidad defendida por los representantes de los barceloneses. Sus sucesores, consciente o inconscientemente, siguieron por la misma senda.
Dicho sea de paso: el traspaso de Rodalies, con el que el independentismo se ha llenado la boca de quejas en los últimos 20 años, figuraba ya como posibilidad en el primer Estatut, el de 1979. No se reclamó. Eran épocas en las que privilegiaban las inversiones en carreteras o autopistas. Se reclamaba la gratuidad de las del Estado (ya se ha visto su utilidad para formar colapsos) pero se construían las propias con peajes, además más altos y opacos: Terrassa-Manresa; Túnel del Cadí, Sitges-El Vendrell. También hizo una obra gratuita: el Eix Transversal. Y el Tripartito tuvo que rehacerla porque era una chapuza mortal. Literalmente: registraba más accidentes que cualquier otra vía.
La recuperación del trazado de la línea 2 desde Poble Sec hacia el aeropuerto no es ajena a la presencia del nuevo secretario de Movilidad, Manel Nadal, que ya lo fuera en los tiempos en que su hermano Joaquim era titular de Obras Públicas. Nadie cuestionó su nombramiento porque en su etapa de diputado en el Parlament había dado muestras suficientes de conocimiento sobre la materia, así como de capacidad y dedicación. Contó entonces, además, con la colaboración de un también preparado Oriol Nel·lo, secretario de Planificación Territorial. Ambos impulsaron la ley de barrios, que buscaba revitalizar las zonas más deprimidas de pueblos y ciudades. ¡Qué lejos de los planes vinculados a los casinos que caracterizan la etapa de Artur Mas (y que retoma Junts) y de los planes de nada de los años de Carles Puigdemont y del inefable Quim Torra!
Algún día habrá que revisar lo que supuso aquel gobierno Tripartito que tan mala prensa tuvo porque necesitó hacerse cargo de los pufos de sus antecesores. La línea 9 aún colea ¡y lo que te rondaré morena!, pero el tranvía, como dijo el día de su primer trayecto Manel Nadal, parecía ser una obra sin padre ni madre: no lo reivindicaba nadie como idea propia. Sufrió, además, aquel Gobierno dos graves contratiempos: el hundimiento del Carmel (obra ya adjudicada antes) y el del túnel de FGC en Bellvitge, también por trabajos ajenos, dependientes de un ministerio de Fomento dirigido por Magdalena Álvarez que estaba convencida de que los hermanos Nadal (en Fomento los llamaban los Dalton) conspiraban contra ella.
La voluntad de prolongar la línea 2 es un homenaje al pasado que, además, resulta enormemente beneficioso para los barceloneses. Y es que hay herencias y herencias. La de Pujol en Barcelona es para no olvidar ni repetir. La de Andorra es otra historia.