Hace unas noches actuaron en la sala Apolo los Sirex, que, si no son el primer grupo de rock de España, poco les puede faltar, pues se formaron en 1959 y siguen en activo, ya octogenarios o casi. Ha habido bajas, evidentemente, como el batería Luís, cuyo estilo de vida no podía calificarse precisamente como ejemplar (lo conocí en los años 80 y seguía siendo tan destroyer como en los 60), pero ahí sigue, al micrófono, el incombustible Antoni Miquel, en arte Leslie y en su barrio, la Barceloneta, el Anxoveta.

El concierto pasó prácticamente desapercibido, cosa que no hubiese sucedido con alguno de los cantautores antifranquistas que aún siguen entre nosotros. A la hora de revisar la música popular de la dictadura, el rock siempre se queda fuera de cualquier tipo de análisis: el tratamiento aplicado a los Sírex es similar al que han recibido los Mustang, los Cheyenes o los Salvajes (éstos siguen en activo, sin el cantante, Gaby Alegret, pero comandados por el batería, Delfín Fernández, el mayor fan de Charlie Watts que hemos tenido en nuestra ciudad).

Es como si los rockeros barceloneses no hubiesen contribuido en lo más mínimo a la oposición al régimen, como si ésta solo estuviese representada por severos cantautores como Raimon o Lluís Llach, como si los devotos del pop fuesen unos frívolos que practicaban un escapismo musical inofensivo para el franquismo.

Barcelona debería tener a gala haber dado a luz a las primeras bandas de rock de los años 60 en España, pero, en vez de eso, se practica con ellas una displicencia y una desidia francamente humillantes.

Nuestros grupos de rock de los años 60 no estaban por una politización manifiesta, pero fueron la puerta de entrada en España de una música que iba a cambiar las cosas (las juveniles, sobre todo) en Occidente, pero cuando nos referimos a ellos, lo hacemos siempre desde una óptica de nostalgia y guateque que los convierte en elementos marginales y prácticamente prescindibles de una época en la que se suponía que se lo pasaban de miedo mientras los cantautores politizados merecían todos los aplausos.

Esos grupos no estaban formados precisamente por señoritos frívolos de la alta burguesía cuyos padres les compraban las guitarras.

Conocí a Leslie hace un montón de años y me encontré con un chaval de la Barceloneta de clase trabajadora que, según me dijo, “Nosotros no teníamos dinero para ir al festival de la isla de Wight. La única diversión a nuestro alcance en la Barceloneta consistía en intercambiar pedradas en la playa con los gitanos” (¿versión local de las célebres tanganas en Brighton entre rockers y mods?).

No hace tanto tiempo, Jaume Sisa me presentó a Delfín, el batería de los Salvajes, con el que había ido al colegio, y resultó ser otro miembro del proletariado al que le había dado por el rock gracias a su pasión por los Rolling Stones, de quienes los Salvajes grabaron unas versiones muy dignas (no puedo decir lo mismo de los Mustang y sus versiones de canciones de los Beatles, que dejaban bastante que desear).

Los Salvajes algo componían, y los Sirex mucho, siendo, probablemente, el grupo más interesante de la época. Loquillo dijo en cierta ocasión que, en otro país, la banda del Anxoveta sería tratado con respeto y hasta veneración, pero que en España (y en su Barcelona natal) se pasaba de ellos como de la peste, como si solo hubiesen sido un chiste local de la era de los Beatles y los Stones (y lo mismo podría decirse de los Salvajes).

Este fenómeno me recuerda un poco el desinterés que despertó durante años (ahora se intenta solventar mínimamente la situación) la prensa alternativa barcelonesa de la transición, que también recibió acusaciones de frivolidad y pasotismo en su relación con la dictadura: la historia la escribieron los del PSUC y en ella no había espacio para los melenudos y canuteros de Star, Disco Exprés o Ajoblanco.

Estaría bien que Barcelona empezara a tomarse un poco más en serio a las bandas de sus guateques y concederles la importancia que sin duda tienen en la recta final del franquismo, pero, de momento, la versión más extendida que corre sobre ellas es la de un movimiento frivolón y nostálgico carente de mayor envergadura social y musical.

Así tratamos en esta ciudad a nuestros pioneros.