La retórica puede resultar convincente. Para algunos. Pero si se atiende al fondo del asunto, lo cierto es que determinados pactos o aproximaciones resultan imposibles. Y poco recomendables. La idea de un pacto de izquierdas en el Ayuntamiento de Barcelona, como ha defendido en todo momento su alcalde, Jaume Collboni, no se concreta. Y no podrá fructificar. Al margen de los nominalismos, el hecho es que la ciudad pierde si no se establece una mayoría capaz de llevar a cabo determinados proyectos que resultan ya inaplazables.
Hay políticas distintas, maneras de entender las políticas públicas del todo diferentes. Los comunes, después de seis meses de negociaciones abiertas con el PSC, pusieron sobre la mesa que se mantuviera la reserva del 30% de vivienda pública en las promociones inmobiliarias. Era una broma de muy mal gusto, si se tiene en cuenta que el alcalde Collboni, y como candidato en la campaña electoral, ya dejó claro que entendía que esa apuesta no había funcionado y que impulsaría una alternativa.
La vivienda está en el centro del debate público. Lo debe estar. El mundo económico está pendiente de que Barcelona ofrezca un modelo, que sea viable, y jurídicamente estable. Y la obligación de presentarlo es del alcalde, que necesita, sin embargo, pactar esa reforma con uno o dos grupos del consistorio.
En un encuentro de Collboni con miembros de ese sector económico en el Círculo Ecuestre, un club empresarial que se caracteriza, precisamente, por tener un interés especial en todo lo relacionado con lo inmobiliario, y que preside Enrique Lacalle, el alcalde señaló que espera acordar esa alternativa del 30% con Junts per Catalunya y ERC. Dibujó en el horizonte pactos sobre determinadas políticas concretas con esos dos grupos, invitando a las dos fuerzas políticas a que se responsabilicen del futuro de la ciudad en los próximos años.
Collboni llegará al mes de mayo al ecuador de su mandato. Gobierna con tranquilidad, pero no ha podido impulsar proyectos de calado. Es cierto que solo la transformación urbanística en muchos barrios de la ciudad y, en particular, en Ciutat Vella, ya serían suficientes. Pero se suponía que tras los ocho años de la exalcaldesa Ada Colau se iba a impulsar un verdadero cambio de rasante.
Las cosas se deben explicar con su nombre. El PSC comparte un modelo de ciudad con una buena parte del grupo de Junts en Barcelona, y con amplios sectores de ERC. Se ha demostrado que no lo hace con los comunes, porque el partido de Ada Colau ha elegido un camino muy confuso. De izquierdas, pero, ¿qué izquierda, la que no transforma, la que solo culpabiliza?
El debate en Barcelona lo sigue muy de cerca el presidente de la Generalitat, Salvador Illa, que pregunta y se deja asesorar, que se muestra preocupado porque es consciente de que el modelo de Madrid y de la Comunidad de Madrid tiene elementos positivos. El mundo ha cambiado de forma drástica en los últimos años. La retórica no sirve. Y lo importante es transformar la realidad contando con el sector privado, implicándolo en el crecimiento y la sostenibilidad, con medidas que son posibles, no con castillos en el aire que quedan muy bien en el papel.
Illa sabe que Catalunya tendrá muchas dificultades en el futuro, que el capital apuesta por unas pocas ciudades, por aquellas que ya cuentan con una base importante y un ecosistema favorable. Barcelona puede ser una de esas ciudades –en gran medida ya lo es—pero para ello hace falta un salto de calado.
El que pudiera llamarse ‘pacto del Ecuestre’ está más cerca. Más allá de las siglas, de las historias del pasado, de los reproches y de la ideología, ¿quién quiere que Barcelona avance de verdad, y con ella Catalunya?
Hoy, pese a que se insista en esa letanía del pacto de izquierdas, el crecimiento y la equidad -que son compatibles—sólo se podrá lograr con acuerdos entre fuerzas políticas pragmáticas, no ideologizadas, entre partidos que abracen los nuevos tiempos. De nada sirve quedarse en un rincón con el convencimiento de que se está en el lado correcto de la historia.
El PSC parece que lo ha entendido, con una reacción fulminante –ahora—frente a los comunes, que llevan defendiendo años la vivienda pública sin haber hecho apenas nada por hacerla realidad, y que se quejan de fenómenos como la Casa Orsola, o la Escola Massana, sin asumir las responsabilidades que tuvieron en los dos últimos mandatos.