Son días de controversias judiciales y ciudadanas, pero lo que subyace es un debate de derechos y sobre la gestión municipal de las políticas de vivienda. El desahucio fallido, hasta ahora, de la denominada Casa Orsola ha descarnado la realidad desde cuatro ángulos de vista.
El primero, una propiedad amparada en su uso por diversas resoluciones judiciales y el derecho al pleno disfrute.
El segundo, un Ayuntamiento y un Síndico de Greuges que en un pasado muy reciente han sido azotes de la libertad en el ejercicio del derecho a la propiedad y nulos promotores de vivienda social.
El tercero, unos inquilinos cuya renovación del contrato de alquiler era entendida como una obligación del arrendador sin más. Y el cuarto, unas entidades que promueven manifestaciones callejeras con el común denominador de las subvenciones públicas con las que profusamente son regadas para su activismo, sic.
Es evidente que debe protegerse al inquilino frente a la propiedad ante cualquier infracción del contrato firmado. Ya lo hace la ley y la Justicia. Otra cosa es confundir lo anterior con un derecho perpetuo de alquiler en la que el propietario vea limitada la renta del inmueble y la duración de los contratos.
El derecho si se torna en abuso no es derecho. Cierto es que algunos inquilinos pueden hallarse en el momento de la extinción de su contrato en una situación sobrevenida de precariedad o que la renta para prorrogar el arrendamiento sea inaccesible.
En estos supuestos no se puede trasladar a la propiedad ante una situación dramática. Aquí es cuando la administración debe personarse y responder. Es ahí donde el Ayuntamiento debe ser capaz de ofertar una vivienda alternativa a quien lo necesita y no puede acceder a una vivienda.
Sin embargo, la realidad es otra. Se pretende que la propiedad privada supla las carencias de la gestión pública y cargue con unas responsabilidades y obligaciones que corresponden a la administración.
Debiéramos preguntarnos si con una legislación que protegiera de verdad y con una Justicia célere a la propiedad, y no a los okupas y a la morosidad, el mercado de alquiler no habría descendido tanto en su oferta.
Cada vez más, el propietario se siente indefenso y opta por poner a la venta la vivienda en alquiler o torna su uso de residencial a turístico o de alojamiento temporal. Lo anterior, afianza la reducción de los pisos disponibles de alquiler y colateralmente su carestía.
El Ayuntamiento debe construir vivienda social y velar por los derechos de propietarios e inquilinos y no enfrentarlos. Eso es lo que hacía Ada Colau muy bien para silenciar su muy mala política, por inexistente, de vivienda.
Si el propio gobierno municipal en el pleno consistorial del pasado viernes acusó a los comunes de que la Casa Orsola era una “chapuza” de los comunes ha de recordar todo lo que pudieron hacer los neocomunistas cuando gobernaban y no lo hicieron con la Casa Orsola y tantos otros edificios de la ciudad.
Mientras, la izquierda extrema se manifestará y hará el ruido propio de los radicales que han sustituido su lucha de clases por el odio social. Y lo peor de todo es que vecinos y gente de buena fe aún les puedan creer.
Se debiera tener el coraje de defender los derechos de todos, también, el de la propiedad. Los de los inquilinos deben ser salvaguardados con alternativas de vivienda pública, sobre todo en los supuestos de vulnerabilidad e ignorados cuando se produzcan excesos o simplemente haya “mucha jeta”.
La propiedad es un derecho como una casa y los inquilinos, los ciudadanos, tienen derecho a ella, pero la obligación de procurársela es de las administraciones que ocultan sus responsabilidades en el trastero de su propia incompetencia.