Las contradicciones son constantes, en nuestras vidas personales y en las decisiones de las autoridades. Se desea una cosa, pero los medios para lograrla pueden ser contraproducentes. Y lo peor es que se sabe de antemano. Pero pensamos que se pueden obrar milagros, o que habrá otras circunstancias que nos puedan beneficiar.

Es el caso del programa del Govern de la Generalitat, que pone sobre la mesa 30 millones de euros para atraer a investigadores de alto nivel que dejen Estados Unidos, hartos por las políticas y la sinrazón del presidente Trump.

Es una buena iniciativa, secundada por el alcalde de Barcelona, Jaume Collboni, que desea que se haga realidad esa posibilidad: investigadores, científicos y emprendedores norteamericanos que vean en Barcelona y en el conjunto de Catalunya una alternativa acogedora para progresar en sus vidas.

La cuestión es que, en paralelo, se quiere legislar para reducir de forma drástica la oferta de vivienda temporal en Barcelona. El fraude, que existe, al enlazar diversos contratos de vivienda temporal, cuando es residencial, ha llevado a la Generalitat a legislar y al alcalde de Barcelona a censurar esa oferta.

El argumento es que falta vivienda residencial, y la salida ha sido la de tratar de eliminar los pisos turísticos o la vivienda temporal, la preferida de los nómadas digitales, sí, pero también la que necesitan muchos otros colectivos: desde pacientes médicos a ejecutivos de empresa o profesionales que están destinados en la ciudad por un tiempo limitado.

La contradicción es grande, porque, ¿dónde se alojarán los posibles investigadores que huyan de Trump?

Falta mucha oferta de vivienda, de todo tipo. Y, por ahora, la respuesta de las administraciones es censurar o prohibir o complicar mucho todo lo relacionado con la oferta que quiere atraer alquileres con mayor capacidad adquisitiva.

La consecuencia, como apuntan los expertos, cuando se les consulta, es que esa lógica puede llevar a los propietarios de esas viviendas a retirarlas del mercado, o a venderlas directamente.

Se conseguirá, por tanto, lo contrario de lo que se desea. A las administraciones les cuesta actuar de forma positiva, es decir, alentando lo que se quiera conseguir. Y eso, hoy, tiene un nombre: incentivos fiscales.

Los propietarios de pisos turísticos, por ejemplo, que son, en su mayoría, pequeños propietarios de uno o dos inmuebles. Los propietarios de pisos que esperan una rentabilidad mayor con el alquiler temporal, destinado a un profesional cuya empresa le ha enviado a Barcelona por dos años, por ejemplo.

¿Se desea que deje esa vivienda en alquiler residencial por una cuantía menor? Pues hay que incentivarlo fiscalmente, con menos IBI, con una desgravación en el IRPF, con el instrumento que pueda ser más eficaz.

Se dirá que es injusto. Puede interpretarse así, pero la responsabilidad de que no haya vivienda pública no es del pequeño propietario. Es de una administración que se ha pasado décadas viéndolas venir, sin capacidad para planificar, o perezosa para poner en marcha planes que suponen, sí, mucho dinero.

Las ciudades tienen límites, es verdad. Por tanto, lo que resulta incongruente es querer atraer a muchos investigadores, a científicos, a personal de alto nivel sin pensar en la jugada siguiente: ¿en qué residencias, en qué viviendas, y cómo puede eso impactar en los precios del resto del parque inmobiliario?

Hay muchas medidas, o algunas, que se pueden adoptar: tener más cintura a la hora de cambiar usos, de convertir oficinas o bajos de inmuebles en viviendas. Y siempre con el gran instrumento fiscal.

Si Barcelona ingresa mucho dinero, --recordemos el aumento también de la tasa turística para los hoteles—se puede incentivar a todos aquellos propietarios a mantener sus pisos en el mercado, dejando a un lado una alternativa lógica: la venta, y, la eliminación, de esa manera, de un quebradero de cabeza cuando las administraciones los presionan.