Se acumulan las horas de apagón eléctrico y viene a mi mente, de modo recurrente, el vídeo de la comisaria europea sacando todo tipo de gadgets de un bolso que por momentos se acercaba a la bolsa de Doraemon. Entre ellos, una radio convencional a pilas.
De esas que sólo deben conservar los abuelos, los demás somos demasiado modernos para no confiar en nuestros teléfonos inteligentes, silenciados también por el apagón.
Sin electricidad no hay luz, pero tampoco conexiones inalámbricas. La gente recorre Barcelona a pie ante el parón en el metro. En la Avenida Diagonal, los viandantes se acumulan ante la tienda de Ikea. Tiene wifi, ese bien tan preciado para reengancharnos a la información a la que nos hemos vuelto adictos. Sin conexión no hay redes. ¿Cómo saber qué está pasando?
Mientras, el tráfico se complica por momentos. Unos semáforos funcionan, otros no. En la radio nos cuentan que el Aeropuerto de Barcelona funciona, tiene generadores que permiten mantener la operativa. Pero no conexión fluida con la ciudad, de modo que los viajeros se acumulan a la espera de autobuses que llegan con cuentagotas.
Los usuarios del ferrocarril no han tenido tanta suerte. Centenares de personas quedan atrapadas en los trenes, que no recuperarán su operativa este lunes. El Gobierno anuncia que la Estación de Sans permanecerá abierta toda la noche para los viajeros que no tengan dónde pernoctar.
También los hospitales cuentan con generadores propios para garantizar el funcionamiento de los sistemas esenciales. Pero los otros van cayendo, a medida que se acumulan los minutos sin fluido eléctrico.
-“¿Qué prueba tenía programada? Sí, la densitometría todavía se puede hacer, baje al sótano dos… por las escaleras.”
Cuando llegas, la máquina se ha fundido ya, como el resto del servicio de radiología. La energía se canaliza a servicios más esenciales. Hasta otro día.
El apagón nos devuelve a los años 80 del siglo pasado, cuando las tormentas de verano traían aparejados irremediablemente cortes de luz que se resolvían con largas partidas de cartas en familia a la luz de las velas. Pero ya no somos aquellos. Ahora necesitamos estar conectados, y la inquietud se va alojando en nuestro cerebro, aunque intentemos distraerlo con la lectura o cualquier actividad al margen del fluido eléctrico.
El apagón nos devuelve también ese hormigueo incómodo en la tripa que se hizo casi permanente en la pandemia del Covid. Esa sensación de inseguridad que genera la pérdida de lo que dábamos por descontado.
Entonces era la libertad de movernos a placer o la seguridad perdida de nuestros hogares. Ahora, esa desconexión que nos pone ante el espejo de nuestra adicción a internet.
No todo es malo. El apagón saca a la gente a la calle, también a los parques donde se multiplican familias y solitarios en busca de sol. Los niños obligados a jugar al aire libre, mientras los adultos recuperan los libros, el papel. O se miran a los ojos. Sin pantallas interpuestas.