Expertos del Reino Unido, Bélgica, Italia y Grecia, además de españoles, se reunieron ayer en un interesante seminario del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) para debatir sobre la realidad del turismo, su pasado y su futuro. El encuentro, que hoy se clausura, tiene forma de seminario y está abierto; es gratuito, o casi.

Lo primero que sorprende del análisis de los expertos –básicamente, antropólogos-- es la distancia con que describen el fenómeno: esto es lo que ocurre, no sabemos muy bien por qué, tampoco qué se debe hacer.

Escuchándolos, uno se pregunta si tiene sentido en este momento disponer de científicos tan alejados de la realidad. Si es posible prestar atención a unos académicos que se limitan a explicarnos lo que vemos a diario, una especie de pie de foto.

La existencia de este tipo de expertos del turismo es lógica y necesaria en nuestro país, donde el turismo es la primera industria. No se puede decir que sean técnicos tan conocidos como los que participan en los debates energéticos, climáticos o laborales, por ejemplo. Aun así, parecen más lejanos de la realidad que esos tertulianos.

Quiero decir que no me imagino a unos ingenieros hablando de la industria siderúrgica sin tener en cuenta los efectos de su actividad sobre la población. Sin embargo, los sabios del turismo son capaces de hacerlo, de abstraerse del entorno de esa industria, tan asfixiante como la más contaminante del sector químico.

Aunque los efectos negativos de este negocio no parecen ocupar sus preocupaciones, cuando reparan en los reveses todos ellos aluden a la gestión, a la gobernanza de la industria; o sea, a los Gobiernos.

Francamente, sorprende que estudiosos de una actividad tan importante se esfuercen en obviar que los intereses que entran en juego tienen dimensiones transnacionales y que superan el poder de los Gobiernos locales.

Hacen ver que creen en una varita mágica que con un simple toque podría cambiar los aspectos negativos, aunque ellos mismos entienden que la presión del turismo sobre la realidad es capaz de transformarlo todo, desde la mismísima identidad cultural hasta las aspiraciones de los nativos. Esa varita mágica, dicen, está en manos de los políticos, en su voluntad de cambiar las cosas.

Y no es cierto, hay que decirlo. Los poderes que respaldan una industria que lleva camino de convertirse en una nueva forma de vida que dejará de llamarse turismo y pasará a ser una mezcla de ocio, diversión y trabajo superan la capacidad de los Estados. Es poco reconfortante comprobar que los teóricos de una actividad en aceleración caen en los tópicos de siempre, que no podrán ayudarnos.