La discusión sobre la ampliación del aeropuerto de Barcelona está centrada en tres aspectos: la incidencia sobre el medio ambiente, la gestión de la infraestructura y lo que supone de inversión del Estado en Catalunya.

Son, desde luego, asuntos importantes, pero se echa en falta un debate previo sobre el modelo territorial y sobre qué aeropuerto requiere ese modelo.

¿Qué Barcelona y qué Catalunya se vislumbran a 25 años vista? ¿Un territorio que atraiga a viajeros de Ryanair, es decir, un turismo barato sin apenas valor añadido? ¿Un centro de investigación, ligado al mundo y no sólo con un aeropuerto, también con universidades potentes? ¿Un territorio en el que predomine la nueva industria, con capacidad de transformación y exportación? Y todo ello: ¿hecho con capital local, que cada vez se concentra más en el sector inmobiliario y hotelero, o con capital foráneo, aunque no reinvierta los beneficios?

La única referencia a esta perspectiva global la ha formulado el secretario de Movilidad, Manel Nadal: “No aspiramos a tener más pasajeros ni turistas. Queremos atraer a más empresarios, centros de investigación, y que se creen puestos de trabajo. Para que Catalunya sea un hub debe ganar en competitividad y conseguir vuelos intercontinentales sin necesidad de escalas”.

Los demás, apenas nada.

No es una casualidad que se evite analizar el modelo. Pasa con el aeropuerto y con otros asuntos. Se discute el detalle, se ignora lo general.

Hace unos días la supuesta líder municipal de ERC en Barcelona, Elisenda Alamany, proponía resolver el problema de la vivienda limitando el derecho a la propiedad inmobiliaria.

Es posible que una medida de este tipo pusiera pisos en venta o alquiler, pero es una medida que incide sobre la propia economía de mercado y el derecho a la propiedad. Se puede estar en contra, claro. Pero ¿sólo en el sector inmobiliario? ¿Es eso lo único que falla en el capitalismo?

¿Por qué limitar el derecho a poseer varios inmuebles destinados a residencia, pero no el derecho a tener varios hoteles o una abultada cartera de acciones o un montón de colegios, además subvencionados, como ocurre con las órdenes religiosas?

Elisenda Alamany y su partido ¿están a favor del derecho a la propiedad o están en contra? ¿O depende del día y de la hora?

En el caso del aeropuerto, al menos de momento, las cosas parecen claras: se trata de una infraestructura de carácter público. Su función es articular el territorio, de modo que el Estado invierte en ella y la gestiona porque es estratégica para el desarrollo territorial.

No es el único modelo. En otros países hay aeropuertos privados. Y aeropuertos públicos de gestión privada. Entre los de gestión pública, los hay que dependen de la Administración central y también de administraciones locales (sean municipales o autonómicas).

Son, de todas formas, cuestiones secundarias. Lo importante es qué tipo de aeropuerto necesita la organización económica de Catalunya, de momento centrada en el turismo, y si se quiere cambiar el modelo.

Hoy las exportaciones por vía aérea son insignificantes, entre otros motivos porque el peso y el volumen son determinantes para este medio. Pero también porque Catalunya ha optado por el transporte por carretera, en detrimento del avión y, más serio aún, del tren.

En los años sesenta, el gobierno de la dictadura (ese que gusta a dirigentes del PP como Esperanza Aguirre) proyectaba la construcción de un nuevo aeropuerto para Barcelona. Los técnicos del ministerio analizaron el terreno y decidieron que había un lugar adecuado: la comarca del Penedés. Un espacio amplio, llano y cercano a la ciudad, perfectamente conectable con el ferrocarril.

Nunca prosperó. Ese gobierno que gusta a la derecha era muy ineficiente. Tampoco necesitaba ser eficaz. Si había dudas, los grises las despejaban.

Al mismo tiempo que unos ingenieros dibujaban el aeropuerto, otros ingenieros, en los despachos de al lado, decidían que por allí iba a pasar una autopista (la actual AP-7).

Se impuso el coche. Ganó la apuesta por la individualidad frente a lo colectivo.

Parodiando a Lenin se podría hoy plantear ¿Un aeropuerto más amplio? ¿Para qué? Para ir a Madrid o a Valencia no vale la pena. Es mejor el tren.

Ya se sabe que Lenin se preguntaba “¿libertad? ¿Para qué?”. La derecha entiende que lo hacía porque era un liberticida, alguien que no amaba las libertades. No como Donald Trump o Isabel Diaz Ayuso, partidarios de la libertad de cañas pero no de la libertad de protesta.

Al que proteste ¡caña! Una palabra polisémica, aunque ella tal vez no sepa qué significa esto.