Me tomo la licencia de robarle a Robert Graves el título de uno de sus libros para encabezar este responso a Discos Revólver, que cierra a finales de este mes por la caída de ventas y las presiones de la gentrificación. Cierra a medias, ya que solo (¿solo?) cae una de las dos tiendas que tenía la empresa en la calle Tallers, la que se encargaba principalmente de las novedades.

La otra, la del magnífico altillo repleto de deliciosas antiguallas, sigue en pie, por lo que aún se podrá rebuscar en sus cubetas en busca de objetos redondos con los que llenar lagunas musicales. Pero lo importante es que los que aún compramos discos nos quedamos sin uno de los pocos sitios en los que aún podíamos encontrar cosas de interés.

Me temo que es normal, dado que los discos son residuos del pasado que interesan muy poco al comprador juvenil y adolescente. Los adictos al mainstream, tranquilos, pues podrán seguir comprando lo último de Aitana o de Bad Bunny hasta en los supermercados.

Y los demás continuaremos haciéndonos con el material que nos interesa de la manera que sea. La mía es muy sencilla: cada mes me leo el Mojo y el Uncut británicos, tomo nota de lo que puede interpelarme, lo pido a Amazon (aunque me reviente darle dinero a alguien capaz de alquilar Venecia para su bodorrio) y santas pascuas. Pero la verdad es que no me gusta. A mí lo que me iba era la cosa física: visitar las tiendas de discos, verlos, tocarlos y, finalmente, comprarlos.

Para ese tipo de cliente, las cosas hace tiempo que empezaron a complicarse. Cuando palmó Discos Castelló -gracias al que la calle Tallers pudo ostentar durante años el título de calle de los discos-, ya vimos que pintaban bastos (y no solo aquí: recordemos el cierre de Virgin, donde ahora hay un súper Zara, o la clausura mundial de Tower Records, en cuyas tiendas de Londres y Nueva York tan feliz me habían hecho).

Discos Castelló nació en 1928 en una parada del mercado de San Antonio. Cuando yo empecé a comprarles discos, regentaban una especie de pequeña portería con estanterías llenas de elepés. Con el tiempo, se convirtieron en un imperio, con tres o cuatro tiendas en la calle Tallers (solo queda una, dedicada a vender películas en DVD). Con la llegada de la debacle internacional, Discos Castelló acabó chapando en 2016.

Y ahora le toca el turno a Discos Revólver.

Es inútil redactar una elegía al tiempo perdido, ya que el soporte físico de la música lleva tiempo caminando hacia la tumba. A veces creo que ya solo compramos discos los mayores de cincuenta años (lo mismo ocurre con la prensa musical británica de calidad, que se dirige a los carcamales como yo porque los jóvenes, además de no comprar discos, tampoco consumen revistas).

Por muy bien que me lo pasara (que me lo pasé) apatrullando, como Flowers, el fotógrafo alternativo (a la fotografía y a todo en general), la calle Tallers en mi adolescencia y juventud, debo reconocer que las cosas cambian y es mucho lo que se queda atrás. No podíamos preverlo antes de Internet, pero ahora es evidente.

Lo que no se puede evitar es pensar que esta ciudad ya no es la tuya y que esta época tampoco acaba de serlo. Para intentar suavizar ambas evidencias, uno -aparte de enviarle cíclicamente la carta a los Reyes a Jeff Bezos-se acercaba a veces a Discos Revólver con la esperanza de encontrar algo que no llegara a ningún otro sitio (la FNAC cada día te da menos alegrías). Y a veces sonaba la flauta, aunque fuese por casualidad, y volvías a casa de lo más contento.

También eso se ha acabado. Y ojalá se le pudiera echar la culpa a la gentrificación en exclusiva, pero no, la triste realidad es que los discos cada día interesan menos: ocupan espacio y la gente prefiere escuchar música en el móvil (hay quien hasta ve películas). Hay una época que se acaba, y el cierre de las tiendas de discos solo es una constatación más. Regocijémonos de que aún queden cines abiertos, aunque en la mayoría solo se proyecten películas de la Marvel.