Este verano, que formalmente aún no ha terminado, ha visto como el fenómeno del turismo recibía en Barcelona un primer aviso traducido en dos hechos: ha caído el gasto medio por turista en la ciudad y ha descendido ligeramente el número de pernoctaciones.

Nada grave. De hecho, mientras que en el conjunto de Catalunya el número de visitantes se ha reducido, en Barcelona ha seguido aumentando, aunque con menos noches de media. Pero el descenso en el consumo es un dato muy relevante, porque incide especialmente en un sector como la restauración, que genera un importante número de puestos de trabajo, tanto directos como indirectos.

Los turistas de este año han comido menos en un restaurante y han comprado más en las tiendas que encontraban a su paso. Podría pensarse que se debe a que hay más turistas que optan por el apartamento donde poder cocinar. Pero no es así. El turismo de pisos ha caído mucho más que el que opta por un establecimiento hotelero.

Los hoteles tuvieron más clientes, en general, con la excepción de los de lujo, que reaccionaron en cuanto vieron las orejas al lobo y rebajaron los precios. Señal inequívoca de que tenían margen para hacerlo.

Que fueran estos establecimientos los más afectados indica que en Barcelona vuelve a concentrarse el turismo de bajo consumo. La media de gasto por turista en la ciudad este verano ha sido de 99 euros diarios, frente a los 224 euros en el conjunto de Cataluña.

Otro mal síntoma, al menos desde la perspectiva del negocio.

Es probable que el sector turístico esté empezando a dar señales de agotamiento, sin que en ello haya incidido ni la tasa turística ni las manifestaciones en contra.

Lo peor de todo, seguramente, es que ir de aquí para allá  empieza a ser cansado y aburrido. Además de previsible.

Hace unos años viajar era trasladarse para conocer otras costumbres, otras formas de vida, otras gentes. El centro de cada ciudad tenía sus propias características. Sus tiendas específicas, incluso los olores, eran distintos.

En Europa es muy difícil, salvo en los mercados de Estambul, embriagarse de los aromas de las especias. Mientras que era casi imposible percibir el olor del pescaito frito o del espeto fuera del Mediterráneo. Pero eso ya se va apagando. Hoy se comen aceitunas kalamata en cualquier punto del mundo, además de pizzas y hamburguesas de marca registrada. Las mismas en todas partes.

La llamada globalización hace que viajar para descubrir empiece a ser tarea difícil.

El paisaje urbano se hace homogéneo. Es muy similar en muchas ciudades europeas e incluso de otros continentes. Las tiendas que se pueden ver en sus calles centrales son casi las mismas, incluyendo las hispanas Zara o Mango. Y los recuerdos exóticos se pueden comprar en grandes almacenes sin otra necesidad de transporte que el metro.

Los hoteles que acogen al turista con frecuencia pertenecen a cadenas y ofrecen la misma decoración en Barcelona, en París o en Berlín.

Y para colmo, cuando la mayoría de la gente puede viajar, todo está abarrotado. Para visitar cualquier museo o edificio notable hay que hacer largas colas o comprar las entradas por internet con bastante antelación y aun así, se tarda en entrar y hay que apelotonarse para ver las obras.

Como decía un guía del Louvre: “La Gioconda es aquel cristal que se ve entre las cabezas de los turistas”.

Venecia ya ha establecido limitaciones, además de cobrar entrada. Al paso que va la cosa, eso es lo que se podrá ver en el centro de cada ciudad: paredes, mobiliario urbano y miles de visitantes.

En el caso de Barcelona resultará cada vez más difícil conectar con un indígena. Muchos barceloneses evitan incluso la Rambla y los bajos salarios del sector turístico, junto a la temporalidad, hacen que los empleados sean mayoritariamente gente de otros puntos del planeta sin conocimiento del lugar ni de las costumbres locales.

Para esos viajes no hace falta moverse de casa. Es mejor alquilar un dvd de National Geographic o unas gafas de realidad virtual, aunque aún no disponga del complemento de los olores de la selva o del mar. A cambio, no hay que sufrir aglomeraciones ni el suplicio de los aeropuertos, cada día más inhóspitos para el usuario.