El futuro. La sostenibilidad de un modelo. Eso es lo que debería preocupar. El presente es bueno, aunque siempre se desea más. Y lo que se percibe ahora es un cierto cansancio. Crece el turismo en Barcelona, pero de forma leve. El gasto, de hecho, es menor. Se produce una especie de estancamiento, con una pregunta clara en el horizonte: ¿Barcelona puede ofrecer cosas distintas respecto a otras ciudades europeas?
¿Tiene el potencial para que los viajeros vuelvan e interioricen que una de las ciudades que deben visitar sí o sí es la capital catalana?
Como apuntaba en esta misma columna de Metrópoli Francesc Arroyo, comienzan a sonar algunas alarmas. Todavía no definitivas. Pero se deben tener en cuenta.
Si las ciudades ofrecen todas prácticamente lo mismo el problema no lo tendrá sólo Barcelona, sino toda la industria turística. Viajar será algo más caro. Ya lo es desde hace un par de años.
Los hoteles y las compañías aéreas han aprovechado ese buen momento con un aumento de precios. Hacen bien, porque eso beneficiará –o debería hacerlo—a toda la cadena de valor de ese importante sector económico, que representa ya el 14% del PIB de la ciudad. Pero está claro que eso irá en detrimento del volumen –de hecho, es lo que se pretende— y también perjudicará a la restauración y a las empresas de servicios, y eso no se ve con los mismos buenos ojos.
Y es que el turista o el viajero no puede gastarse más dinero del presupuestado en buenas comidas o en servicios de lujo. Decide, por tanto, comprar en los supermercados y desayunar y comer en las habitaciones de los hoteles, en muchos casos.
¿Qué puede suceder, por tanto? Los viajeros tendrán más en cuenta en los próximos años el destino. Le darán –eso estaría muy bien— más valor al propio viaje: la razón de la movilidad, el estudio de lo que se quiere ver y por qué, el mimo a la preparación de esa estancia.
En ese contexto, ¿qué ofrecerá Barcelona? ¿Tiene la oferta cultural de primer nivel que la distinga de otras grandes ciudades? ¿O le bastará con ser una ciudad amable y festiva? En ese segundo caso, hay que admitir que otras ciudades también pueden estar en esa misma división, la de la fiesta y el desenfreno.
A su favor, Barcelona cuenta con playas. El mar es y seguirá siendo un gran reclamo. Pero, ¿es suficiente?
Gaudí, el gran atractivo de Barcelona, no puede con todo.
Las autoridades públicas tienen un papel determinante para pensar y planificar una ciudad más sostenible y atractiva de cara a ese viajero. Ese 14% del PIB no se puede evaporar. O, en todo caso, no parece que haya a mano otros sectores equiparables.
Sin embargo, la parte del león corresponderá al sector privado, a la capacidad de ese entramado económico para levantar proyectos sugerentes, y que éstos no sean vetados por el sector público.
Es decir, que haya esa tan cacareada colaboración público-privada.
Hay ya algunas muestras de ello, como el proyecto en el cine Comedia de un museo Thyssen, que debería contar con una buena oferta pictórica. Pero faltan muchas más iniciativas.
Podría suceder que Barcelona se quede a medio camino, que la inercia dure todavía unos años, pero que no tenga la fuerza suficiente para ser un destino imprescindible.
Si nos encontramos en el centro de la ciudad con los mismos comercios y ofertas lúdicas en cualquier otra ciudad europea, ¿para qué viajar? ¿Para qué ir a Barcelona, a Roma, a Florencia, a París, a Múnich o Ámsterdam?
De hecho, en un contexto de cambio climático, y de fuertes aglomeraciones, ¿qué satisfacciones aporta el viaje turístico en verano?