Acaba de salir una novela (El ¡Croc!, Manuel López) basada en lo que pudo haber sido y no fue. Narra unos hechos iniciados en 1976 que, en realidad, nunca ocurrieron. Por eso es novela y no un libro de historia. Arranca con una ficción: por un momento, Barcelona se convirtió en la capital de España y provocó una revolución que acabó con los restos de la dictadura.
De modo en cierto sentido similar, en 2015 la llegada de Ada Colau a la alcaldía de Barcelona parecía reconvertir la ciudad en un nuevo motor de progreso para España. Se trataba de un movimiento heredero del PSUC e ICV y que incorporaba las aportaciones de los indignados de Podemos. Síntesis de las izquierdas unidas en un proyecto de transformación que no ha acabado cuajando.
Poco queda de aquellos mimbres. Ya se habían ido Ada Colau, Gala Pin, Laia Ortiz, Jaume Asens, Josep Maria Montaner, Joan Subirats, Jordi Martí y ahora anuncia su marcha Janet Sanz.
El caso de Gerardo Pisarello es diferente. Sobrevive en el Congreso esperando, apuntan no pocos, a que Ada Colau decida no volver a presentarse para encabezar él la candidatura. La marcha de Sanz le abre el camino. Que sea un camino hacia el abismo es otro asunto.
Los comunes barceloneses no son los restos de Podemos. Hoy, el objetivo de Ione Belarra e Irene Montero no es llegar al gobierno sino hundir a Sumar. Y no hacen ascos a votar con Vox si sirve a su designio.
Los comunes, en cambio, pueden aspirar a colaborar con Jaume Collboni, aunque de momento se esfuercen en mantener distancias. Perder concejales no es grave, siempre que la suma de las izquierdas les haga un hueco desde el que influir en el consistorio.
Parte de la Barcelona transformada es el resultado de la aportación a la gobernabilidad municipal del PSUC y sus herederos, empujando al PSC más a la izquierda de lo que los socialistas hubieran ido por voluntad propia.
Pero El PSUC era una cosa, ICV ya suponía un cambio y los comunes parecen empeñados en marcar aún más distancias con el pasado.
Janet Sanz es uno de los últimos eslabones que vinculan a la formación a ese pasado en el que estaban más claras las prioridades. Un pasado, representado por ejemplo por Lali Vintró, gracias al cual, sin ir más lejos, hay pantallas que limitan el ruido del tráfico de la ronda de Dalt a su paso por Nou Barris.
Cada abandono tiene su propia casuística, pero el conjunto refleja una de las características de la izquierda actual: la confusión entre lo principal y lo secundario.
En estos momentos hay un importante sector de la población que tiene problemas para cubrir sus necesidades básicas. Sobre todo por dos razones: los bajos salarios y el alto coste de la vivienda, sea de compra o alquiler.
Añádase que los diversos gobiernos de derechas han ido recortando los servicios públicos, De modo que la penuria se agrava cuando se produce una enfermedad cuya atención se dilata más allá de lo razonable en la sanidad pública o cuando el colegio público en el que se obtiene plaza es especialmente conflictivo y con rendimientos escolares medios o bajos.
Comer y dormir (también soñar) es prioritario. Eso no quiere decir que no haya que atender a las injusticias que sufren las minorías; sólo significa que, si no hay dinero para todo, hay que establecer criterios de gasto.
Un ejemplo del desasosiego de la izquierda es el discurso sobre la vivienda. Se combaten los pisos turísticos, se critican los precios, se cuestiona si las administraciones públicas deben ejercer o no por norma el derecho de retracto. Pero nadie habla del problema principal: la vivienda no es hoy contemplada como un bien de uso sino como una inversión (especulativa).
El problema principal deriva de entregar al mercado los bienes imprescindibles para una vida en condiciones. No sólo al mercado: al libre mercado, donde rigen las leyes feroces del capitalismo.
¿Cuántos líderes de la izquierda hablan hoy del papel del capital? ¿De la diferencia entre capital y trabajo? ¿De que las leyes capitalistas suponen invertir para conseguir el máximo beneficio en el menor tiempo posible?
Es como si el fracaso de los socialismos llamados reales (Cuba es el último batacazo) supusiera realmente el fin de la historia, consumada en el triunfo del liberalismo más feroz. Como si más de medio siglo de mediación socialdemócrata no hubiera amortiguado la voracidad del mercado. Como si hubiera comprado la falacia de que el empresario invierte para dar trabajo y no para obtener beneficios.
Es como si la izquierda se hubiera rendido y sucumbido al desánimo.
¿Se va por eso Janet Sanz?
Sea así o no, conviene no perder de vista que en la izquierda el desánimo está terminantemente prohibido.
Recordando a Gramsci: frente al pesimismo de la razón cabe el optimismo de la voluntad.