El alcalde Jaume Collboni bajo la iniciativa 'Mayors for Housing'
Collboni y el derecho a quedarse en Barcelona
"No hay hoy puntos de encuentro como sí los hubo en los años ochenta, cuando el PP hablaba de la “pax olímpica”, con los concejales populares dando apoyo a Pasqual Maragall para muchos proyectos de la ciudad"
El debate se ha intensificado en todas las grandes ciudades, en aquellas que han logrado ser atractivas, que atraen talento y que están ancladas en los circuitos internacionales. Barcelona forma parte de ellas. Y es, antes que nada, un éxito. La autoestima, que siempre es positiva, a veces ha llegado a ser exagerada. Porque, primero, hay que saber desde dónde se parte. Una ciudad con un pasado industrial, que había generado dos movimientos culturales importantes, el Modernisme y el Noucentisme, con una burguesía destacable, podía haber tenido un futuro homologable al de otras muchas ciudades europeas con pasados similares. No estaba escrito, por tanto, que Barcelona esté hoy en la lista de las grandes ciudades globales. ¿Lo está Génova o Marsella?
Por tanto, el éxito es indiscutible. Sin embargo, aquellos gestores que a finales de los años setenta y principios de los años ochenta del pasado siglo comenzaron a idear una nueva ciudad, centrada en la economía de servicios —urbanistas, arquitectos, economistas urbanos, políticos y tejido asociativo—no tuvieron un relevo necesario para sujetar la ciudad, para que no fuera el objetivo del capital internacional.
Esa es una tarea difícil, nadie puede decir lo contrario. Porque el liberalismo que creyó que había ganado todas las batallas, con la caída del muro de Berlín, fue a por todas a lo largo de los años 90 y en los primeros años de la década de 2000. Y lo que le sucede a Barcelona también le ocurre a otras grandes ciudades. El mercado, —que se debe defender, aunque con correcciones— vio en la capital catalana una excelente oportunidad para desarrollar importantes negocios en el campo de la hostelería o del turismo.
Hoy el alcalde Jaume Collboni ha lanzado una idea, inspirada en el Informe Letta, que pasa por defender el derecho a vivir en Barcelona, o, más bien, a quedarse en la ciudad. Para que eso pueda ser efectivo las correcciones que se deberían implementar son grandes. Y los municipios no podrán lograrlas en solitario. Necesitarán el apoyo de los gobiernos autonómicos, y del Gobierno central, y también de las instituciones europeas. En ese intento, el de que la Comisión Europea entre al trapo, está Collboni, consciente de que el problema atañe también a las grandes urbes europeas.
Ya no se trata de crear vivienda, que en una ciudad como Barcelona es complicado, porque ya es una ciudad hecha y está delimitada geográficamente. El gran problema es el acceso a un parque de vivienda que es muy caro en relación con los salarios que cobra la población que vive en la ciudad.
Claro que habrá profesionales con rentas más altas, y que en los centros de las ciudades –muy demandados— no podrán vivir todos los que aspiren a ello. Pero de lo que se trata es que haya oportunidades para los propios jóvenes a los que se les subvencionan los estudios universitarios, por ejemplo. O los que reciben becas y ayudas para la investigación.
La paradoja es muy clara. Mientras se forma a una población local, con centros de investigación cada vez más solventes, los jóvenes locales se encuentran luego con salarios bajos y una imposibilidad manifiesta de vivir –por lo menos—en el área metropolitana de Barcelona.
En esa situación también se encuentran, claro, miles de jóvenes con otras formaciones, y también inmigrantes que han llegado para trabajar en esa economía de servicios que ha dado tanto éxito a la ciudad.
El derecho a quedarse, como principio, como toma en consideración del problema, es ya un primer paso importante. Pero lo que implica desborda hoy las competencias de un ayuntamiento.
En la entrevista que publica este domingo Metrópoli, el ensayista Jordi Amat reclama que aquel proyecto socialdemócrata de los años ochenta, que culminó con los Juegos Olímpicos, tenga un relevo que no pase ni por una izquierda alternativa que no ha propuesto nada sólido, ni por una apuesta turbo-económica que exija más rentas.
El diagnóstico parece claro. Pero, ¿hay consensos suficientes en la ciudad, con mayorías estables para lanzarse a ello?
Eso, con toda seguridad, es lo que ha cambiado de forma notable. No hay hoy puntos de encuentro como sí los hubo en los años ochenta, cuando el PP hablaba de la “pax olímpica”, con los concejales populares dando apoyo a Pasqual Maragall para muchos proyectos de la ciudad.