Las ciudades cambian y la nostalgia no es el mejor elemento para medir sus transformaciones, aunque a veces dé la impresión, tal vez subjetiva, de que esos cambios son vertiginosos y se llevan por delante elementos que se pensaba estaban destinados a configurar la memoria en el futuro. Nunca es así. Ni siquiera las columnas de Augusto, en la Barcelona más antigua, rememoran el pasado que fue y que no volverá. Y si volviera, más de uno se pegaría un susto.

Ahora ha caído el bar El Apeadero, que estaba situado en la confluencia de Balmes con Provença, y que recibía su nombre del apeadero que allí había para los trenes del Vallès y de Sarrià y que hoy es la soterrada estación de los Ferrocarrils de la Generalitat de Catalunya (FGC).

En los últimos años era un local más, sin excesivo encanto y, sobre todo, sin los tertulianos que allí se reunían en los sesenta: Juan Marsé, Jaime Gil de Biedma, Gabriel Ferrater y Jaime Salinas, además de Carlos Barral. Era su punto de apoyo para sobrevivir, cercano a la vecina “casa oscura”, como llamaban a la sede de la editorial Seix Barral. Todos ellos se han ido, y sus ausencias son notables, sin tiempo para conocer la desaparición del bar.

Durante un tiempo el local mantuvo el nombre, pero los cambios de gestión fueron desdibujando su historia. Ahora ya no queda ni la cicatriz del viejo rótulo: se ha convertido en un espacio perteneciente a una de esas cadenas que dispensan bollería y bebidas calientes. Es, si cabe, más adocenado e inhóspito y, sin embargo, atrae a mucha más clientela.

Ojalá ocurra lo mismo con las librerías que han ido sustituyendo a las antiguas. A finales de año estuvo en un tris de producirse el cierre de Alibris (que previamente se denominaba Herder). Había sido muy frecuentada por los estudiantes de letras y ciencias cuando compartían el edificio de la plaza de la Universitat, y también por quienes le daban al aprendizaje de idiomas extranjeros. Se salvó en el último momento de convertirse en memoria (o desmemoria), como ya ocurrió con otras librerías de la zona: Bastinos, Castells, el Hogar del Libro. La Casa del Libro tuvo mejor suerte, si bien necesitó abandonar su ubicación en la Ronda de Sant Pere. También Documenta se vio forzada a un traslado.

Casi a la altura El Apeadero, pero en el paseo de Gràcia, cerró hace tiempo la Librería Francesa, más o menos al tiempo que Leteradura, ambas con abundantes publicaciones foráneas. La que había en el Drugstore murió con el local que la acogía. También desapareció de la Diagonal, Áncora y Delfín, nombre coincidente con una de las colecciones de la editorial Destino. Y la Cinc d’Oros, atacada de vez en cuando por las hordas derechistas. Sin olvidar la librería del bar Cristal, en Balmes, junto a la plaza de Molina. Allí había, además de libros, un altillo para encuentros furtivos. La escalera resonaba bajo los pasos de cualquiera que se acercara, dando aviso a navegantes.

Es una pena, pero no un drama porque los lectores actuales disponen de recambios: La Central, Laie, Byron, la expansión de la Casa del Libro. No son lo mismo, pero configuran la Barcelona del presente y en modo alguno puede decirse que sean peores. Para no hablar de los diversos espacios que grandes superficies destinan hoy al libro, a lo que habría que añadir la compra electrónica en diverso soporte. Quien quiera leer las memorias de Barral, las novelas de Marsé, los poemas de Gil de Biedma, los sigue teniendo al alcance.

A mediados de los setenta se celebró en Barcelona un festival bautizado con el título de una canción de Bobby Charles, popularizada sobre todo por Billie Holiday: Hasta luego, cocodrilo. Buscaba ser una reunión para nostálgicos, con el grupo local Los Sirex, que ya no estaban tan de moda como en los sesenta, como estandarte de la recuperación de un pasado por otra parte muy cercano, porque los que habían bailado al ritmo de Que se mueran los feos o Si yo tuviera una escoba rondaban entonces los 30 años. Una edad del todo inadecuada para pensar que ya habían vivido sus mejores momentos. Alguien que luego sería filósofo afamado se mostró incluso indignado de que se cuestionara la vida que tenía por delante. Y, para demostrar que el espíritu del tiempo existe y es causa de no pocas coincidencias, una tira de Quino presentaba a Mafalda preguntando a su padre qué pensaba de “su” tiempo y, tras la perorata de éste sobre años anteriores, la niña filósofa mostraba su desencanto diciéndole: “Yo esperaba que me dijeras que tu tiempo es éste”.

Se fue El Apeadero. Se fueron sus clientes. Pero hay hoy otra Barcelona que respira y se proyecta, porque cada generación tiene derecho a dibujar su propio presente. Bienvenida sea a la nueva memoria antes de que también se convierta en desmemoria.