Quedan 26 días para el XXV aniversario de los Juegos Olímpicos y todavía no tenemos noticias de los planes del Ayuntamiento para homenajear a los héroes de la gran cita barcelonesa. Debería sorprendernos el escaso fervor del consistorio por honrar la memoria colectiva de la ciudad, pero ya se sabe que el gobierno de Ada Colau no sintoniza demasiado con los grandes eventos ni con los deportistas profesionales. Los ciudadanos no entienden nada y Fermín Cacho, medalla de oro de los 1.500 metros, ha denunciado la pasividad de Colau. Otros deportistas de élite también esperan una llamada del Ayuntamiento que no llega. De momento, sólo han recibido una convocatoria del Comité Olímpico Español (COE) y de algunas empresas privadas que patrocinaron el gran evento.

¿Habrá un recuerdo especial para las 22 medallas que logró el deporte español? ¿Saludará Colau a Pep Guardiola y los futbolistas que se colgaron la medalla de oro en el Camp Nou? ¿Está ilusionado Gerardo Pisarello con rememorar las gestas del Dream Team en un encuentro con Magic Johnson y Larry Bird? ¿Recordará Eloi Badia con Manel Estiarte la emotiva final del equipo de Waterpolo y su cruel desenlace en las aguas de la Piscina Picornell? Sinceramente, cuesta visualizarlo.

La desidia del actual gobierno contrasta con el entusiasmo de Pasqual Maragall, el político que lideró el gran sueño de Barcelona. Dirigentes, empresarios, trabajadores y miles de voluntarios hicieron posible que los de 1992 fueran unos Juegos memorables. Nunca una ciudad se había sentido tan orgullosa de ser la capital del deporte, el epicentro del mundo.

Josep Miquel Abad, consejero delegado del COOB'92, también merece un reconocimiento. Igual que Jordi Vallverdú y Oriol Bohigas. Igual que Javier Mariscal, el diseñador del Cobi, y todos los barceloneses que nunca, nunca olvidarán aquel año que cambió la vida de una ciudad que alcanzó prestigio y notoriedad.

Los Juegos fueron mucho más que dos semanas de competición deportiva. Fueron la excusa perfecta para acometer la gran transformación de una ciudad que se abrió al mar y mejoró sus problemas de tráfico con la construcción de las rondas. La Barcelona de entonces era una urbe apasionada. La de hoy es una metrópoli convulsionada, con problemáticas que amenazan la convivencia y con unos representantes políticos de perfil bajo. Sus gestos y acciones no merecen medalla alguna.