Máscaras para todos
La exposición en el CCCB, 'La máscara nunca miente', constata la tendencia humana a lo largo de la historia a ocultar el rostro
18 diciembre, 2021 00:00El escritor canario Servando Rocha (Santa Cruz de la Palma, 1974) publicó hace un par de años en la editorial que él mismo dirige, La Felguera Editores, un curioso libro a medio camino entre la excentricidad y la frikada titulado Algunas cosas oscuras y peligrosas. El libro de la máscara y los enmascarados, que ahora se ha convertido en una interesante exposición que atiende por La máscara nunca miente y que puede (y debe) verse en el CCCB hasta el próximo día 1 de mayo de 2022. Si alguien podía entender la peculiar investigación del señor Rocha sobre el universo enmascarado, ése era el director de exposiciones del CCCB y máxima autoridad española en cualquier cosa relacionada con la Cultura Basura, mi viejo amigo Jordi Costa, que ha comisariado la muestra a medias con el autor. Y aunque la cosa empezó a fraguarse antes de la peste del coronavirus, lo cierto es que esta tabarra ha propiciado una extraña serendipia, ya que, para visitar esta celebración del enmascaramiento, el ciudadano debe hacerlo asimismo enmascarado (el covid hizo que se añadiera una última parte a la exposición centrada en nuestra última plaga y en la que se exhibe una mascarilla de tamaño gigante).
El libro de Rocha demostraba que la presencia de la máscara en nuestras sociedades se remonta a la noche de los tiempos, y lo mismo sucede en la exposición, donde nos da la bienvenida una careta ritual neolítica de hace la friolera de 9000 años. De todos modos, el grueso de la muestra arranca a finales del siglo XIX y llega hasta las mascarillas quirúrgicas actuales, pasando por las de los superhéroes, por los luchadores mexicanos como Santo, el Enmascarado de Plata, por los ridículos capirotes del Ku Klux Klan, por el careto sonriente de Guy Fawkes convertido en símbolo anti sistema a raíz del comic de Alan Moore y David Lloyd V de vendetta, por las máscaras antigás de la Primera Guerra Mundial o por los disfraces de diversas sociedades secretas de diferentes épocas.
BANDA SONORA
La conclusión de la muestra es la misma que la del libro: la tendencia humana a ocultar el rostro viene de muy atrás y no parece que pueda terminar de manera abrupta. No hay más que ver cómo se han tomado algunos lo del coronavirus: enseguida se vendieron máscaras de grupos de rock, de películas o de series de televisión; yo mismo, aunque suelo lucir las de farmacia, reconozco haberme hecho con una que reproducía el morrión del doctor Hannibal Lecter, pero solo me la pongo para dar el cante en ambientes de confianza, pues una vez que salí a pasear con ella puesta coseché unas cuantas miradas de espanto, asco o, simplemente, desprecio.
Para completar el material expuesto, que es tan variado como abundante, se proyectan imágenes de La máscara de la muerte roja, de Roger Corman, o de las aventuras del ya citado Santo, el Enmascarado de Plata, algunas de cuyas andanzas vi de pequeño, al igual que Costa, pudiendo constatar que el súper héroe mexicano no debía saber ni hablar, pues la voz que lo doblaba la identifiqué ipso facto con la del actor que hacía lo propio con Robert Stack, en el papel del héroe de la Ley Seca Elliot Ness, en la serie de televisión Los intocables. Ah, y la banda sonora tampoco tiene desperdicio.
Ni el libro ni la exposición pretenden llevar al lector/visitante a una conclusión concreta. La cosa, de hecho, funciona por acumulación, y uno acaba pensando, ante tanta obsesión por las diferentes máscaras a lo largo de los tiempos, que el fenómeno debe obedecer a algo que va más allá de la necesidad o el capricho de ocultar la propia identidad. Y que dicha necesidad suele obedecer a motivos siniestros salvo en casos como el actual, cuando un maldito virus nos ha obligado a ir por la calle con la cara tapada y, consecuentemente, a pasar al lado de conocidos a los que no reconocemos. Algo que, bien mirado, tanto puede considerarse una desgracia como una bendición: este verano, sin ir más lejos, conseguí dar esquinazo a más de un atorrante completando mi outfit vírico con unas gafas de sol y una gorra de béisbol, ahorrándome así la tabarra inevitable que me habría caído de ser reconocido. El que no se conforma es porque no quiere.