De repente, en el corazón del barrio de la Ribera, se hace el silencio y, como por arte de magia, surge de la nada un rincón sereno y tranquilo, alejado del bullicio y la saturación turística (y no turística) de esta zona de Barcelona. Y uno tiene la extraña sensación de haberse colado en el escenario de alguna novela de Eduardo Mendoza. La plaza de Sant Agustí Vell es un remanso de paz, con un toque de postal que invita a fotografiarla: sus árboles trazando una pequeña rambleta, la brisa que se cuela entre las ramas, las hojas arremolinándose en el suelo… y ese ejemplar protegido de fuente farola, como la de Canaletas, una de las 17 que hay en toda Barcelona.
Debe su nombre al antiguo convento de San Agustín, construido a finales del siglo XIII y del que se conservan algunos restos muy cerca. Durante el asedio a Barcelona, en 1713, sufrió numerosos daños, por lo que entre 1714 y 1718, Felipe VI decidió transformarlo para destinarlo a servicios militares y de protección a la ciudad. El edificio original se derribó casi por completo, pero se conservaron algunas partes, como la Iglesia y parte del Claustro, y el convento se trasladó al Raval.
La plaza actual cuenta con una parte medieval porticada, aunque la mayor parte de los edificios son de los siglos XVIII y XIX. Pese a la tranquilidad que emana hoy, esta plaza ha sido testigo de algún que otro episodio violento, como los llamados alborotos del pan, en 1789.
El 28 de febrero de ese, el Gobierno publicó y colgó por toda la ciudad un edicto por el que se incrementaba el precio del pan. Como respuesta, ese mismo día, las mujeres se manifestaron desde el Pla de la Boqueria hasta esta plaza, asaltando los puestos de venta de pan a su paso. Al llegar, prendieron fuego al edificio del horno municipal, donde se hacía el pan para toda la ciudad.
Fue solo el principio. Al día siguiente, unas 8.000 personas protagonizaron los alborotos para exigir la rebaja del precio de artículos de primera necesidad y la destitución del capitán general, Francisco González de Bassecourt. ¿El resultado? Numerosas detenciones y seis condenados a muerte (entre ellos, una mujer) en la horca. Cuentan que nadie acudió a presenciar la ejecución pública.