Barthélemy Joly, consejero y limosnero del rey Enrique IV de Francia, visitó Barcelona a finales del año 1603 procedente de París con la intención de conocer el país del que ya conocía su idioma, el castellano. Iba acompañando al abad general de la orden del Císter, Edmond de la Croix, con quien emprendió viaje desde Lyon para recorrer los monasterios cistercienses del reino de Aragón, antes de llegar a Valladolid para entrevistarse con el rey Felipe III en la Semana Santa de 1604. Con posterioridad al viaje ingresó en la orden cisterciense, llegando a ocupar el cargo de secretario del abad general en 1613.
El relato de Joly se conserva manuscrito en la Biblioteca Nacional de París y fue dado a conocer por el hispanista Louis Barrau-Dihigo en la Revue Hispanique, en el número correspondiente al mes de junio de 1909. Es sin duda una de las relaciones de viaje más interesantes del siglo XVII, entre otras cosas porque aporta pormenorizadas anotaciones y descripciones de los lugares que visitó (Cataluña, Valencia, Aragón y Castilla). No obstante, lo hizo con ciertos prejuicios y con un apasionamiento que le haría ver lo español y, por ende, lo catalán de una forma negativa y, en ocasiones, hasta despectiva y peyorativa. La razón de esta animadversión hacia los españoles habría que buscarla en la enemistad tradicional franco-española.
El viaje lo realizaron Joly a lomos de cabalgaduras y el abad general en litera. Llegaron a Barcelona a mediados del mes de diciembre de 1603 procedentes de Hostalric, donde habían pasado la noche en el hostal de los Tres Reyes, considerado como el mejor de España. Antes de entrar en la Ciudad Condal pasaron por Sant Andreu de Palomar, donde les esperaban los abades de Poblet y Santes Creus. Desde allí se organizó una comitiva con diez carrozas y varios caballeros a caballo, que se apearon para besar la mano de Edmond de la Croix. Joly prefirió entrar en la Ciudad Condal montado en su caballo.
LA CATEDRAL Y TODAS LAS IGLESIAS
La primera imagen de Barcelona asentada al lado del mar le pareció satisfactoria a Joly. Se asentaron en la casa de Poblet (el convento priorato de Santa María de Nazaret filial de aquel). Durante todo el día tomaron alojamiento, arreglaron el equipaje, se proveyeron de todo lo que les faltaba para los días que iban a pasar en Barcelona y en los ulteriores. Al día siguiente ya por la mañana empezaron a visitar las iglesias de la ciudad, según era su costumbre. Al mediodía regresaron para comer. Aquí comenta largo y tendido el banquete con el que se les obsequió, tanto al abad y su séquito como al propio Joly.
Tanto ese primer día como los siguientes, Joly y sus acompañantes visitaron Barcelona, a la que califica de hermosa ciudad, capital de Cataluña, tan grande casi como Lyon, cercada de murallas de piedra con mediocres fosos. La ciudad estaba separada del arrabal por otra hermosa muralla sin fosos, a lo largo de la cual había calles anchas, rectas y aireadas, donde se encontraba la Universidad y los colegios, donde se enseñaban todas las artes. El mar, el puerto o escollera, el arsenal y todo lo que Joly considera más hermoso de la ciudad se encontraba fuera, porque las calles eran muy estrechas y por eso las casas eran oscuras. No obstante, estaban limpias y tenían canales debajo (alcantarillas) que corrían por doquier.
La ciudad estaba provista de toda clase de artesanos, cuyos gremios se agrupaban en diferentes calles (Llibreteria, Plateria, Vidrieria, etc.). Los edificios públicos también atrajeron su atención, considerándolos muy hermosos y notables. A su lado destaca también la existencia de iglesias, mejor adornadas que las francesas. De entre ellas sobresale la catedral, grande y de tres naves, pero oscura. La pieza del tesoro catedralicio que más le impresionó fue la gran custodia de oro, artísticamente labrada y enriquecida de pedrería. El convento de Santo Domingo o de Santa Catalina, situado en el solar que hoy ocupa el mercado de Santa Caterina, también merece los comentarios laudatorios de Joly, especialmente porque en él celebraron grandes fiestas en honor a San Raimundo de Peñafort, santo dominico al que hacía poco se había canonizado, concretamente el año 1601.
ENTRAS COMO CONDE DE BARCELONA
Después de las iglesias y conventos, que había en gran número, la cosa más majestuosa que encontró en su deambular por Barcelona fue el palacio que él denomina Sala de la Diputación, donde los diputados de los tres brazos trataban y deliberaban de los asuntos del país. Alrededor de dicha sala estaban colgados los retratos de los antiguos condes de Barcelona hasta el rey Felipe III.
Más adelante, Joly comenta la existencia de una Sala de las Armas, donde estaba toda la seguridad y fuerza de los barceloneses. Estos efectos de guerra podían armar a veinte mil habitantes. Al llegar aquí el viajero francés recuerda los numerosos privilegios que gozaban los catalanes y, entre ellos, destaca el que impedía la entrada del propio rey a la ciudad sin que antes tuviera que pararse ante sus puertas, que estaban cerradas, y contestar a la pregunta de un joven sobre quién era. Al responder que era el rey se le replicaba que no entraría como rey, aunque sí podría hacerlo como conde de la ciudad.
Joly recuerda que diez años atrás no había en Barcelona ni puerto ni escollera, por lo que los barcos se veían obligados a mantenerse lejos de la rada y al descubierto, sufriendo a menudo los ataques de los corsarios de Berbería. Es por ello que se estaba construyendo un puerto, cuyas obras eran muy costosas y de gran magnitud.
REPROCHES CONTRA LOS EXTRANJEROS
Cuando ya llevaban ocho días en la Ciudad Condal y al aproximarse la Navidad y hallarse enfermo el abad general, Joly pensó en marchar a Montserrat, famoso en toda la cristiandad, apenas a siete leguas de Barcelona. Vestidos a la española, el mayordomo y él salieron camino del afamado monasterio pasando por pueblecillos y tierras mediocremente fértiles, donde las viñas trepaban por los árboles y se veían algunas altas palmeras, que jamás daban fruto y que sólo servían para llevar en la procesión del Domingo de Ramos. Por el camino veían siempre la silueta de la montaña de Montserrat. Por un asombroso y ancho camino, no exento de precipicios llegaron al monasterio benedictino, donde fueron bien recibidos y alojados.
Después de pasar en Montserrat dos días y medio, entre ellos el de Navidad, recorriendo todas las dependencias del monasterio y visitando a los eremitas situados montaña arriba, Joly y su acompañante abandonaron el cenobio benedictino camino del monasterio de Santes Creus, donde había de reencontrarse con el abad general del Císter para proseguir su periplo por tierras catalanas, valencianas, aragonesas y castellanas hasta llegar a Valladolid. Por ese camino visitaron algunos de los principales monasterios cistercienses (Poblet, Valldigna, Benifassà y Rueda), no pudiéndolo hacer en los de Castilla, que eran de la Congregación enemiga del abad general.
En resumen, si bien Joly tiene resentimientos y recelos hacia los españoles, catalanes incluidos, a los que llega a calificar de insolentes e injuriosos por los comentarios despectivos que continuamente vertían contra los muchos extranjeros, especialmente franceses, presentes en la Ciudad Condal, así como contra algunos acompañantes de su propio séquito, a los que insultaban con el despectivo calificativo de “gabachos”, no es menos cierto que su estancia en Barcelona fue placentera. La ciudad se mostró ante sus ojos como una capital en crecimiento y con la presencia de edificios, organismos, autoridades y categorías de habitantes (Lonja, Audiencia Real, Cancillería, caballeros, letrados, doctores, etc.) que le daban un rango de urbe comparable a las principales ciudades de su Francia natal.